— No tienes que disculparte. Yo también me equivoqué. Aprendí que nada está garantizado.
Él asintió y, tras unos segundos, la abrazó brevemente.
— Lo importante es que seguimos juntos. Eso es lo que cuenta.
La madre no pudo contener las lágrimas. El padre sonrió por primera vez en mucho tiempo. Afuera empezó a caer nieve, suave, silenciosa, como una bendición.
Desde entonces, Sophie visitaba a sus padres con frecuencia. Les llevaba comida, flores o simplemente compañía. Edward arreglaba cosas por la casa, traía medicinas. Peter, todavía avergonzado pero agradecido, trabajaba sin descanso y pagaba cada deuda poco a poco.
Pasaron los años. Los hijos de Sophie crecieron y los padres envejecieron con calma. Un día, mientras la madre estaba sentada en un banco frente al edificio, le dijo a Edward:
— ¿Ves, hijo? El dinero va y viene. Pero si pierdes a la familia, eso no se recupera nunca.
Edward levantó la vista hacia el cielo y sonrió.
— Lo sé, mamá. Ahora lo sé.
Y unas calles más allá, Sophie acariciaba el cabello de la pequeña Elena mientras escribía en un papelito: “Gracias por perdonarme.” Lo colocó dentro de un libro viejo que su madre le había regalado hacía años.
Esa noche, la luz cálida del pequeño estudio de los padres brillaba tenue pero constante. Como una llama que no se apaga jamás, incluso después de las tormentas más duras.