Sophie permaneció de pie unos segundos…

— ¡Sophie! Qué alegría verte, pasa, hija.

Dentro olía a té y a pan recién hecho. En la pared colgaba el mismo cuadro viejo que antes. El padre leía el periódico, con las gafas al borde de la nariz.

— Quería veros, — dijo Sophie con timidez. — Os echaba de menos.

— Y nosotros a ti, hija — respondió la madre, acariciándole la mejilla.

Después de un rato, Sophie sacó un sobre de su bolso.

— He ahorrado un poco. No es mucho, pero quiero que lo tengáis.

— No queremos tu dinero, hija — dijo el padre con dulzura. — Guárdalo para tus hijos.

— No, papá. Quiero ayudaros. Sin vosotros no habría podido salir adelante. Sé que os hice daño… lo siento tanto.

La madre lloró en silencio.

— No digas más. Eres nuestra hija. Eso es lo único que importa.

En ese momento, la puerta se abrió y entró Edward. Se detuvo al verla.

— Oh… hola.

— Hola, Ed — respondió Sophie con una sonrisa insegura.

El silencio entre los dos era denso. La madre, intentando aliviar la tensión, exclamó:

— ¡Qué suerte! Estáis los dos aquí. Voy a traer algo de tarta.

El olor a canela llenó el aire. Edward se sentó frente a su hermana.

— ¿Sabes, Sophie? He pensado mucho en lo que pasó. Tal vez fui demasiado duro contigo. Quizás, si estuviera en tu lugar, también habría pedido ayuda.

Sophie lo miró con ternura.

Leave a Comment