Sophie permaneció de pie unos segundos…

— Hijo, ven esta noche. Tenemos que hablar todos juntos.

Cuando llegó, los encontró a todos sentados alrededor de la mesa. Sophie parecía agotada, y Peter, pálido, miraba el suelo.

El padre dejó un papel sobre la mesa.

— Hemos tomado una decisión. Vamos a vender el piso. Pero no para entregarte el dinero, Sophie. Una parte servirá para pagar una deuda mínima al banco. Con el resto compraremos un pequeño estudio para nosotros. Lo que quede, será para vosotros. Pero después, se acabó.

Sophie lo miró incrédula.

— Papá… no puedo aceptar eso.

— Puedes, — dijo la madre con una tristeza serena. — Porque será la última vez que podamos ayudarte.

Peter asintió.

— Lo entiendo. Prometo que lo devolveré todo. No quiero que sufran por mi culpa.

Edward suspiró.

— No quería que esto terminara así. Pero si es lo que habéis decidido, lo aceptaré. Solo espero que no os arrepintáis.

Los días siguientes fueron un torbellino: agencias inmobiliarias, papeles, visitas de compradores. Los padres empacaban en silencio. Sophie iba a menudo, ayudaba, pero las palabras entre ella y su hermano eran frías y cortas. Entre ambos se había levantado un muro invisible.

Cuando por fin se vendió el piso, los padres se mudaron a un pequeño estudio en las afueras. El padre sonreía forzadamente, la madre repetía: “Al menos aquí hay tranquilidad”. Pero en su voz se oía cansancio.

Edward alquiló un pequeño apartamento cerca del trabajo. Sophie y Peter usaron lo que quedaba del dinero para pagar las deudas más urgentes. Meses después, nació su hija, una niña frágil a la que llamaron Elena. Peter trabajaba en un almacén y Sophie cosía ropa de bebé para venderla en línea.

Pasó un año. Una tarde, Sophie subió las escaleras del edificio donde vivían sus padres y llamó suavemente a la puerta. La madre abrió, sorprendida y emocionada.

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