—Tengo que preguntarles, señor —respondió el niño, abrazando la tarjeta como si fuera un tesoro.
De camino a casa, en el autobús, Lucas miraba la tarjeta una y otra vez. No imaginaba que ese pequeño rectángulo de papel era la llave que iba a abrir una puerta llena de secretos, dolor… y también nuevas oportunidades.
Esa noche, en la casa pequeña de paredes agrietadas, contó toda la historia a su abuela. Helena escuchó en silencio, con la cuchara suspendida sobre la olla de frijoles. Cuando vio el nombre escrito en letras doradas, se quedó muy quieta.
—¿La señora conoce a ese hombre? —preguntó Lucas.
—No estoy segura… —respondió, pero sus ojos decían otra cosa. Había un reconocimiento antiguo en su mirada.
Cuando Fernanda llegó del trabajo, agotada y con los hombros caídos, Lucas volvió a contar todo. Cuando ella leyó “Antônio Mendes”, el color se le fue del rostro. Cambió una mirada silenciosa con su madre.
—Es un nombre conocido, hijo —dijo finalmente—. Es un hombre importante en São Paulo.
Pero Lucas sintió que no era solo eso. Como si aquel nombre hubiera arrancado un recuerdo que las dos preferirían dejar enterrado.
Aun así, después de discutirlo, aceptaron la invitación. No sabían que, al hacerlo, estaban caminando directo hacia un pasado que nunca había sido resuelto.
El sábado, un coche negro y brillante los recogió en la calle de tierra del barrio. Los vecinos salieron a mirar. Lucas y Pedro iban con su mejor ropa, que no dejaba de ser sencilla, pero limpia y bien planchada gracias a las manos de Helena.