Era Rodrigo Amaral, el gerente comercial, conocido por su arrogancia. El colega a su lado se echó a reír.
—Yo solo encontré este sobre en la calle y vine a devolverlo —repitió Lucas, buscando mantener la voz firme.
Rodrigo le arrancó el sobre de la mano sin delicadeza y lo tiró encima del mostrador, sin siquiera abrirlo.
—Sí, sí, lo encontraste. Déjame adivinar: tu mamá está enferma, tu papá perdió el trabajo y ahora quieres una recompensa, ¿no?
El otro ejecutivo soltó una carcajada.
—Los niños de hoy son cada vez más creativos con sus historias.
Lucas sintió las lágrimas queriendo salir, pero se obligó a tragar el llanto. No iba a llorar delante de ellos.
—No quiero dinero —susurró—. Solo vine a devolverlo.
Rodrigo puso la mano en el bolsillo y sacó unas monedas.
—Toma, dos reales para un bocadillo, y desaparece. Estamos “a mano”.
La humillación le quemó la cara. Lucas sintió que algo se rompía por dentro. No sabía cómo responder, las palabras se le trababan en la garganta. Se limitó a apretar los puños. Lo único que él quería era hacer lo correcto.
Lo que nadie en el hall sabía era que alguien lo observaba todo desde el segundo piso. Detrás de un gran ventanal, un hombre mayor de cabello gris seguía cada gesto, cada palabra, en silencio. Era Antônio Mendes, dueño de la empresa. A sus 67 años había aprendido que el verdadero carácter de una compañía no estaba en los informes ni en las cifras, sino en la forma en que se trataba a las personas que llegaban por la puerta. Y lo que estaba viendo le revolvía la sangre.
Cuando vio a Rodrigo ridiculizar al niño y tirar el sobre como basura, salió de su despacho y empezó a bajar las escaleras. Sus pasos firmes fueron llenando el hall de un silencio incómodo. De repente, todos se dieron cuenta de quién se acercaba.