No quería que vieran su temblor. No quería regalarles más motivos para reír, pero esa multitud no se conformaba. Esperaban su vergüenza como quien espera un brindis. Vamos, Lucía. Javier se inclinó hacia ella sonriendo con arrogancia. No tengas miedo, solo es un tango. ¿O acaso ni siquiera sabes bailar? La crueldad de la pregunta cayó como un látigo. Algunos invitados soltaron unos teatral como si la burla hubiese tocado un límite delicioso. Una joven en un vestido verde jade murmuró, “¿Seguro ni sabe lo que es un tango?” Lucía respiró hondo.
El aire le quemaba en la garganta, pero no levantó la voz. Guardó ese silencio que tantas veces había usado como escudo, aunque por dentro se desmoronaba. Javier giró hacia el público disfrutando de cada segundo. Señores, creo que todos tenemos nuestra respuesta. Una empleada solo sirve para limpiar copas, no para bailar con un montero. Las risas fueron aún más hirientes. En ese instante, Lucía cerró los ojos un segundo. Recordó el rose de unos brazos firmes, la música de un bandoneón lejano y la voz de su madre susurrándole cuando niña.
Baila con el corazón hija, no con los pies. Su respiración se calmó y cuando abrió los ojos ya no eran los mismos. Había en ellos un brillo oculto, un fuego que nadie esperaba encontrar en aquella mujer de uniforme sencillo. El salón, todavía riendo, no imaginaba lo que estaba a punto de suceder. El silencio se adueñó del salón como una sombra inesperada. Las risas que segundos antes se desbordaban ahora flotaban en el aire quebradas inseguras. Lucía levantó lentamente la cabeza.
No fue un gesto brusco ni desafiante. Fue como si una fuerza antigua la empujara a mostrar por primera vez en años que no era invisible. Sus ojos recorrieron las filas de rostros que la observaban. Vio labios pintados de rojo torciéndose en sonrisas crueles. Vio gemelos de oro brillando en las mangas de hombres que se creían dueños de la noche. Y al final encontró los ojos de Javier Montero. Él mantenía esa sonrisa arrogante, confiada, la de quien cree que tiene el poder de decidir el destino de todos.
¿Qué pasa, Lucía? Preguntó con Zorna, lo suficientemente alto para que todos escucharan. ¿Acaso piensas aceptarlo? Ella no contestó. Colocó con cuidado la bandeja que llevaba en una mesa cercana. El sonido de las copas de cristal al entrechocar fue nítido, como un disparo en medio del silencio. Algunos invitados se sobresaltaron, otros inclinaron el cuerpo hacia adelante, convencidos de que estaban a punto de presenciar la humillación final. Javier dio un paso hacia ella. “Vamos”, dijo inclinándose con fingida cortesía.
No tengas miedo, es solo un tango, aunque claro, puede que ni siquiera sepas lo que es. Una carcajada seca escapó de un hombre de bigote fino. Qué atrevido sería, comentó deleitado, una empleada creyéndose bailarina. La mujer del vestido verde jade añadió casi sin contener la risa. Seguro se enreda en sus propios pies. Lucía escuchó todo, pero no apartó la vista de Javier. Había aprendido a soportar el veneno de las palabras, el peso de las miradas que la reducían a nada.
Sin embargo, esa noche algo distinto vibraba en su interior. Respiró hondo. El aire le llenó los pulmones como si llevara años reteniéndolo. Enderezó los hombros y con paso firme avanzó un poco hacia el centro del salón. El murmullo de los invitados se elevó como una ola. “¿La vieron?”, susurró una dama de cabello plateado. Se atrevió a moverse Javier sonrió aún más, convencido de que tenía el control. Extendió su mano teatral como un actor que disfruta de la atención.
Entonces, ¿aceptas bailar este tango conmigo? Las miradas se clavaron en ella con una intensidad casi insoportable. La orquesta aguardaba inmóvil, los violines en el aire, los dedos de los músicos congelados sobre las cuerdas. El tiempo se había detenido en ese palacio iluminado por candelabros. Lucía no respondió con palabras. Dio otro paso, luego otro, hasta que estuvo frente a él. El corazón de Javier latía con la emoción del espectáculo que creía haber creado. Pero cuando la mano de Lucía se posó sobre la suya, algo cambió.
Era un contacto firme, seguro, inesperado en alguien que todos habían dado por derrotada. El salón entero estalló en un murmullo de incredulidad. Nadie respiraba con normalidad. Nadie sabía qué pasaría en los segundos siguientes. Y sin embargo, todos sentían que estaban a punto de presenciar algo que jamás olvidarían. El director de la orquesta levantó la batuta con gesto inseguro, mirando de reojo a los invitados. Nadie quería ser el primero en romper aquel silencio que se había vuelto insoportable.
Fue Javier quien dio la orden con un chasquido de dedos. Un tango ordenó con tono triunfal. Que todos lo recuerden. Las primeras notas del bandoneón se deslizaron como un suspiro melancólico llenando cada rincón del salón. El violín lo acompañó con un lamento suave y de pronto la atmósfera cambió. La burla comenzó a teñirse de expectativa. Javier tomó a Lucía por la cintura confiado. Su mano descendió con fuerza, como si quisiera recordarle que él estaba al mando. “Relájate”, susurró con ironía.
“Solo tienes que seguirme.” Pero Lucía no reaccionó como esperaba, no tembló, no titubeó. Sus ojos, clavados en los suyos, brillaban con una calma que lo descolocó. El primer paso resonó sobre el mármol. Javier guió con movimientos amplios, exagerados, buscando la risa de los espectadores. La multitud contuvo la respiración, esperando que ella tropezara, que perdiera el equilibrio, que confirmara la broma. No sucedió. Lucía se deslizó con una naturalidad que nadie podía entender. Su falda sencilla rozaba el suelo con precisión exacta.
Sus pies parecían conocer de memoria cada acento de la música. No había titubeo, no había miedo. Javier arqueó una ceja incrédulo. Intentó hacer un giro rápido para ponerla en aprietos, pero ella lo siguió como una sombra perfecta, sin esfuerzo. El murmullo entre los invitados se volvió audible. La están viendo mi se mueve. El sudor comenzó a perlársele en la frente a Javier. No podía permitir que aquella mujer a quien él mismo había humillado brillara más que él en su propio juego.
Apretó con más fuerza su cintura, casi con rabia, y susurró entre dientes, “¿De dónde aprendiste a moverte así?” Lucía no contestó, solo bajó la mirada un instante y en ese gesto silencioso se dibujó algo más fuerte que 1000 palabras, memoria, dolor y una voz ausente que aún le susurraba en el corazón. Los músicos parecían percibirlo también. El bandoneón lloraba con más intensidad. El violín gritaba con notas agudas. El tango ya no era una burla. Se estaba convirtiendo en un duelo.
El público, fascinado, se inclinaba hacia adelante. Nadie reía ahora. Los abanicos se cerraban de golpe, los vasos de champán quedaban olvidados en las mesas. Todo el lujo de aquel palacio quedaba reducido a una única escena, la de una empleada anónima desafiando al millonario frente a todos con la pureza de su baile. Y lo que hasta hacía unos minutos era motivo de risa, comenzaba a transformarse en un secreto temblor de respeto. El tango avanzaba como una corriente eléctrica que se apoderaba de todos los presentes.