Se arrodilló junto a su mesa en la acera, acunando a su bebé. “Por favor, no quiero su dinero, solo un momento de su tiempo”. El hombre del traje levantó la vista de su vino, sin darse cuenta de que sus palabras destrozarían todo lo que creía saber.

“Creo que fue una decisión”, dijo. “Tú elegiste hablar. Yo elegí escuchar. Y ambos elegimos no irnos”.

Ella extendió la mano por encima de la mesa y le tomó la suya. “Entonces sigamos eligiendo. Todos los días”.

Y bajo el resplandor de las luces del café y el bullicio de una ciudad que nunca duerme, se sentaron: tres corazones, una mesa.

No gente rota.

No son casos de caridad.

Sólo una familia que el mundo nunca vio venir.

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