Al día siguiente, Benjamin la recibió con un dibujo. Era un corazón grande de crayón rojo, con tres muñecos adentro, él, Julián y Elena. Y al lado, en letras torcidas, decía: “Así suena mi corazón cuando estamos juntos.” Ella se agachó, lo abrazó y no pudo evitar llorar. Y sin saberlo, ese niño le había dicho todo lo que necesitaba oír con su voz, con su dibujo, con el corazón en la mano.
El jueves por la mañana, el rostro de Julián ya no tenía la tranquilidad de antes. Las líneas del silencio y la tensión se notaban en sus ojos. Entró a su oficina con el celular ardiendo. Los mensajes que había recibido lo hacían sentir como si una nube oscura pesara sobre su cabeza. Gente importante, socios, conocidos, preguntando, “¿Qué pasa con ella? ¿No va a volver? ¿Qué sabrás tú de dónde viene?” Todos cuchicheos con intención, todos cuchillos afilados.
Pero él ya no tenía miedo. Se sentó, respiró hondo y comenzó a escribir. “Gracias a todos por sus mensajes. Quiero aclarar algo. Quien vuelva a difundir rumores sobre Elena o incluso comentar mal de ella sin saber, será excluido de mis proyectos y de mi vida. Así de simple. Envió el mensaje y lo leyó varias veces.
Luego lo mandó al grupo de WhatsApp de la empresa. Venció el miedo de confrontar, pero no lo celebró. Lo sintió como un compromiso que no podía evadir. A media tarde recibió una llamada de Rodrigo. Julián, acabo de salir de una reunión con los socios. Lorena ya no está en el proyecto. Nadie se atrevió a defenderla. Nadie. Buen trabajo, respondió él.
Además, varios de ellos admitieron que sabían del rumor, pero nadie lo cuestionó. Hasta que lo hiciste tú. Era lo que tenía que pasar, dijo Julián con voz cansada. Esa noche organizó una cena informal, esta vez cinco personas clave del equipo y un ambiente lejos del lujo, pero necesario.
Lo hizo porque sabía que había que convencer con gestos, no solo con reglas. Cuando llegaron, lo primero que notaron fue que no había anfitrión ni anfitriona con traje ni grandes expectativas. Solo él con la pared de fondo, la mesa sencilla, comida casera, botellas de refresco y vasos comunes, y las sillas rodeadas de respeto, pero sin formalidades que hielan. Elena tampoco vino. Aceptó un almuerzo después.
Quedaron en verse al día siguiente, pero no habían hablado de nada más. Sus silencios eran fuertes, pero esta vez ya no eran de rechazo, sino de cautela. De pronto, todos los ojos se pusieron en la puerta cuando ella apareció. No hablaba, solo entró con paso firme, sin maquillaje, con ropa simple, pero con una mirada que denotaba que sabía su valor. Se sentó en un extremo de la mesa. “Gracias por venir”, dijo Julián.
“Quiero que esta cena sea diferente, no de disculpas, sino de construir. Si alguno tiene dudas, preguntas, adelante.” Nadie se movió. Solo Lorena entró entonces con cara de sorpresa, como si hubiera olvidado que estaba invitada. caminó hacia la mesa con pasos medidos tratando de mantenerse firme. “Yo pensé que no”, le respondió Julián antes de que terminara.
“Esto no es un espacio para tu ego herido. Esto es para gente que apoya sin destruir.” Lorena intentó reaccionar, pero algunos espos le hicieron el vacío. Nadie la miraba. “Sobran palabras”, pensó y salió. Silencio. El sonido de una puerta chispeó en el comedor y se apagó.
Fue una limpieza sin gritos, sin escándalos, una barrida sutil que dejó el ambiente más liviano. Todos respiraron. No se trataba de venganza. Se trataba de que a partir de ese momento el respeto fuera el límite. No más mentiras, no más cuchillos escondidos entre labios amables. Al día siguiente, Julián esperaba a Elena en el parque de nuevo, pero esta vez no había prisa ni tensión, solo una banca antigua, dos tazas de café y un regalo pequeño, un libro de cocina con fotos caseras, con recetas que sabía que a ella le gustaban, de pan con queso, hotcakes, tortas, todo lo que
había compartido con Benjamin. Cuando la vio llegar, el libro estaba en su regazo, sin prisas, sin ruido, solo con una sonrisa suave. Ella lo vio, lo abrió, leyó la dedicatoria. Para quien hace del pan con queso, amor de verdad. Y esa fue la pequeña señal de que aunque el enemigo había sido expuesto, el verdadero desafío empezaba ahora, sanar juntos.
Y esa noche, mientras el parque se quedaba vacío, las dos tazas quedaron intactas, pero el corazón de Julián ya no lo estaba, estaba lleno. Elena se despertó antes de que sonara el despertador. Estaba oscuro aún y la ciudad no había empezado a hacer ruido, pero ella ya tenía los ojos abiertos, clavados en el techo, con ese nudo en el estómago que aparece cuando una decisión te ronda por dentro desde hace días. No había hablado con Julián desde el parque.
Después de que le dio el libro, se despidieron con un abrazo largo, fuerte, sin decir adiós, pero tampoco nos vemos mañana. Benjamin le había mandado dos audios en los días siguientes, uno contándole que se había sacado 10 en una tarea y otro diciéndole que estaba guardando sus dibujos por si algún día vivían juntos.
A Elena eso le movió todo por dentro y la verdad no sabía cómo manejarlo. Lo quería. Lo quería con una ternura que le nacía del pecho como si él fuera parte de su propia sangre. Pero también sabía que un niño no es un juego, que no puedes aparecer y desaparecer, que no puedes hacerle promesas a medias. Por eso, ese día tenía que hacer algo, no para quedarse o irse, sino para dejar de posponer una verdad que ya no cabía dentro de ella. se vistió sin pensar mucho.
Jeans, una blusa azul, cielo, el cabello amarrado con una liga sencilla. Salió de su casa con una bolsita en la mano. Dentro llevaba un frasco con galletas caseras que había hecho la noche anterior y una nota escrita a mano. Subió al camión y todo el trayecto fue en silencio. Ni miró el celular, ni escuchó música.
Solo pensaba en lo que iba a decir, en cómo lo iba a decir y en lo que podía pasar después. Cuando llegó a la casa del valle, Rodrigo fue el que abrió. Él no se sorprendió al verla, solo sonrió con esa forma suya de decir, “Ya era hora. Julián está, sí, en la sala con Benjamin. Pase, por favor.
” Ella entró con pasos lentos. La casa olía a café recién hecho y a pan tostado. Benjamin fue el primero en verla. Soltó lo que tenía en la mano, un juguete de madera, y corrió hacia ella. “Viniste?” “Sí, mi vida, te traje galletas. ¿De qué son? De avena con plátano. Como te gustan. Benjamin la abrazó por la cintura. Julián, que venía saliendo con una taza de café en la mano, se quedó parado al verla.
No dijo nada. Solo esperó. ¿Tienes un minuto?, le preguntó ella. Todos los que quieras. A solas. Benjamin miró a los dos. Van a pelear. No, hijo. Solo vamos a hablar, dijo Julián. El niño asintió, tomó sus galletas y se fue a la cocina con Rodrigo. Elena y Julián se quedaron en la sala. Se sentaron frente a frente.