El día que la fundación inauguró su décimo hogar en el país, Amara estaba de pie frente a una sala de juntas acristalada con vistas a la ciudad. Llevaba una chaqueta entallada, su voz era clara y serena. —Hoy —declaró—, demostramos que ningún niño debería tener que mendigar leche para sobrevivir. La Promesa de Amara no son solo hogares: son futuros.
La sala estalló en aplausos. Entre los que aplaudían más fuerte estaba Richard, con las sienes ahora canosas, los ojos llenos de un orgullo tranquilo.
Cuando un periodista le preguntó a Amara qué la había inspirado a construir semejante movimiento, hizo una pausa y luego respondió simplemente: —Porque un día, siendo niña, sin más posesiones que un cartón de leche y una promesa, alguien creyó en mí. Y me dio la oportunidad de cumplir esa promesa.
Richard sonrió, con el pecho oprimido por la emoción. La historia que había comenzado con una súplica desesperada en el pasillo de un supermercado cerraba el círculo; no con una deuda pagada con dinero, sino con vidas transformadas por la esperanza.
Y, en ese instante, la promesa de Amara ya no era solo suya: pertenecía a cada niño que cruzara las puertas de esos hogares, con el estómago encogido por el hambre y el corazón lleno de esperanza.