“¿Podrías ser mi esposo… sólo por hoy?” susurró una compañera de oficina al guardia de seguridad del edificio. Sus ojos, llenos de ansiedad, lo miraban suplicantes mientras veía llegar inesperadamente a sus familiares… y el final de todo comenzó ahí.

Álvaro sonrió con incomodidad:
—No fue nada. Sólo estaba… actuando.

Pero en su pecho algo se sentía vacío. ¿Por qué extrañaba ya aquella “actuación”?

María calló un momento. Luego su voz tembló:
—Hace más de dos años que me divorcié. Mis parientes aún creen que vivo un matrimonio feliz. No quiero decepcionarlos. Hoy fui egoísta al arrastrarte a esto.

Álvaro la miró y, por primera vez, vio en sus ojos una fragilidad inmensa. Respondió suave:
—No fue egoísmo. Todos tenemos verdades difíciles de decir. Yo te entiendo.

En ese instante nació una complicidad extraña. Ya no era un guardia y una empleada fingiendo; eran dos almas encontrándose en su soledad.

Cuando María se marchaba con su bolso, Álvaro la detuvo:
—Si algún día necesitas que alguien vuelva a hacer este papel… llámame.

La frase sonó medio en broma, medio en serio. Ambos sintieron que el corazón se les aceleraba. María volteó, y esta vez sonrió de verdad, cálida y sincera:

—Quizá un día deje de ser sólo un papel.

Álvaro la vio alejarse por la calle, con una chispa de esperanza encendiéndose en su vida tranquila.

Lo que comenzó como la historia de un “esposo de mentira por un día” terminó abriendo la puerta a algo más: la posibilidad de un camino real, donde ya no habría necesidad de fingir.

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