Pero cuando su propio padre la entregó a un guerrero apache como castigo, nadie imaginó que encontraría el amor más puro que había existido jamás.

Su hija no solo había encontrado la felicidad, sino que había encontrado un propósito que tocaba y transformaba vidas.

Los testimonios de las personas comunes tenían un peso moral que no podía ignorar, especialmente frente a los ojos de la comunidad que observaba.

Doña Guadalupe se acercó lentamente a su hija.

Por primera vez en años realmente la miró.

No como una decepción que había que tolerar, sino como la mujer extraordinaria en la que se había convertido.

“Hija mía”, murmuró con lágrimas en los ojos.

“Perdóname.

Estaba tan preocupada por lo que la sociedad pensaría que nunca me detuve a ver lo que tú necesitabas.

” Jimena abrazó a su madre, sintiendo que una herida que había llevado durante años finalmente comenzaba a sanar.

Te perdono, madre, pero ahora mi lugar está con mi esposo, sirviendo a quienes me necesitan.

Tlacael se acercó a don Patricio con dignidad solemne.

Señor, dijo formalmente, pido la mano de su hija en matrimonio.

Prometo amarla, protegerla y apoyar su trabajo de sanación por el resto de mis días.

Prometo que juntos construiremos algo hermoso que honre tanto su herencia como la mía.

Don Patricio miró a su hija, que irradiaba una felicidad que nunca había visto en ella durante todos sus años en la mansión familiar.

Miró a Tlacael, cuyo amor por Jimena era evidente en cada gesto, cada mirada.

Miró a las personas que habían venido a testificar sobre el impacto positivo que su hija había tenido en sus vidas.

Finalmente, con una voz que temblaba ligeramente, dijo, “Tienes mi bendición.

” 5 años después, en una próspera comunidad que había crecido alrededor de la clínica medicinal que Jimena y Tlacael habían establecido, la pareja contemplaba el atardecer desde el porche de su casa mientras sus dos hijos pequeños jugaban en el jardín.

La comunidad había atraído a familias de diversas culturas que buscaban un lugar donde las diferencias fueran celebradas en lugar de temidas.

Jimena, ahora una matrona respetada, cuya reputación como sanadora se extendía por toda la región, se recostó contra el hombro de su esposo con una sonrisa de completa satisfacción.

¿Alguna vez te arrepientes?, le preguntó Tlacael, como había hecho muchas veces a lo largo de los años.

Jamás, respondió ella, observando a sus hijos que corrían entre las flores medicinales que habían plantado juntos.

Encontré mi lugar en el mundo.

Encontré mi propósito.

Encontré el amor verdadero.

¿Qué más podría pedir? En la distancia, el sol se ponía pintando el cielo de oro y carmesí, bendiciendo una historia de amor que había comenzado como castigo y se había transformado en el más hermoso de los regalos.

Fin de la historia.

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