—No la estoy destruyendo, Dennis —respondí—. La estoy reconstruyendo.
La Nochebuena fue mágica. Mi casita rebosaba de gente, risas y el aroma de las galletas. Los hijos de Janet trataban a Meredith como a una heroína. —Mamá nos contó cómo te enfrentaste al abuelo Roland —dijo el mayor—. Fuiste muy valiente.
A las 7:00 p. m., mi madre llamó, casi susurrando. —Solo quedamos cuatro. La mesa se ve tan vacía.
—De nada, mamá.
—Tu padre no lo permite.
—Bueno, es su decisión —dije—. Pero Meredith y yo tomamos la nuestra. Por teléfono, podía oír a Roland despotricando sobre la tradición. En mi sala, oí algo distinto: risas genuinas y sinceras.
Eso fue hace cinco años. Meredith ahora tiene diecisiete, es segura de sí misma y está a punto de entrar a la universidad con una beca completa para estudiar bioquímica. Aquel Día de Acción de Gracias ya no es un recuerdo doloroso, sino una lección. —Me enseñaste a no conformarme nunca con menos de lo que merezco —me dijo hace poco—. Me elegiste a costa de tu familia.
—No perdí a mi familia —la corregí—. Descubrí quién era mi verdadera familia.