Las calles estrechas estaban llenas de personas sin hogar, vendedores ambulantes y niños jugando entre la basura acumulada en las aceras. Sin embargo, el niño se soltó con una fuerza sorprendente y corrió hacia los pequeños, ignorando por completo las protestas de su padre. Eduardo lo siguió, preocupado no solo por la reacción que podría tener al ver tanta miseria tan de cerca, sino también por los peligros que esa región representaba. Había reportes constantes de robos, tráfico de drogas y violencia.
Su ropa cara y el reloj de oro en la muñeca los convertían en blancos fáciles. Pedro se arrodilló junto al colchón inmundo y observó los rostros de los dos niños que dormían profundamente, exhaustos por la vida en las calles. Uno tenía el cabello castaño claro, ondulado y brillante a pesar del polvo, igual que el suyo, y el otro era moreno con la piel ligeramente más oscura. Pero ambos tenían rasgos faciales muy similares a los de él, las mismas cejas arqueadas y expresivas, el mismo rostro ovalado y delicado, incluso el mismo oyuelo en la barbilla que Pedro había heredado de su madre fallecida.
Eduardo se acercó despacio con una inquietud creciente que pronto se transformó en algo cercano al pánico. Había algo profundamente perturbador en aquella semejanza, algo que iba mucho más allá de una simple coincidencia. Era como si estuviera viendo tres versiones de la misma criatura en distintos momentos de su vida. Pedro, vámonos ahora mismo. No podemos quedarnos aquí”, dijo Eduardo intentando levantar a su hijo con firmeza, aunque sin apartar la vista de los niños dormidos, incapaz de desviar la mirada de aquella visión imposible.