Nunca pensé que algún día mi nombre sería pronunciado…

“Cuando alcé la cabeza”

Me llamo Naomi Carter.

Jamás imaginé que algún día mi nombre resonaría en salones donde solo se oían los de quienes “ganaron millones” y “construyeron imperios”.

Solo quería vivir con honestidad. Trabajar. Estudiar.

Y creer que la dignidad no se puede arrebatar con un simple grito.

Recuerdo ese día hasta el más mínimo detalle: incluso el aroma a café y vainilla en el restaurante, mezclado con el brillo de las joyas caras y el tintineo de las copas. Llegué temprano, como siempre. Me gustaba ser la primera en llegar: cuando la sala aún estaba en silencio, cuando la luz apenas comenzaba a reflejarse en los espejos, y podía simplemente respirar —profundamente, con calma— y decirme: “Puedo hacerlo”.

Mi madre solía decir que todos deberíamos tener un propósito que nos impulse cuando todo lo demás se desmorona. Mi propósito entonces eran los libros. Estudiaba Derecho por las noches y trabajaba de camarera durante el día. No por la gloria, no por el reconocimiento. Simplemente para pagar mis estudios. Para demostrar algún día —aunque fuera dentro de años— que el conocimiento y el esfuerzo valen más que el linaje y el poder.

No sabía que ese día tendría que demostrárselo no a un profesor, sino a un hombre que hacía tiempo que había perdido toda humanidad.

Entró alrededor de las siete de la tarde.

Richard Alden: multimillonario, dueño de una cadena hotelera, inversor, «un icono del éxito», como decían las revistas. Lo había visto muchas veces; venía con socios, con periodistas, con mujeres que reían a gritos y llevaban vestidos excesivamente caros. Sabía que tenía que tener cuidado con él: una mirada equivocada, una palabra equivocada, y corrías el riesgo de oír algo que jamás olvidarías.

Pero esa tarde, solo hacía mi trabajo. Me acerqué, le sonreí y puse una copa de vino sobre la mesa.

Y de repente, una voz aguda, fuerte, gélida:

—¿Qué es esto?

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