—“¿Por qué dices eso?” —preguntó Edward lentamente.
El chico tragó saliva.
—“Yo los vi. A los de mantenimiento… dejaron algo en la bodega. Una caja metálica. A veces trabajo cerca de la zona de carga por comida. No estaba bien. Tenía cables. Sé lo que vi.”
Los oficiales intercambiaron miradas escépticas. Uno murmuró: “Seguro lo está inventando.”
La mente de Edward corría. Había hecho su fortuna detectando patrones, viendo cuando las cifras no cuadraban. La historia podía ser mentira, y sin embargo… el detalle de los cables, el temblor en la voz: demasiado específico para ignorarlo.
El murmullo de la multitud creció. Edward enfrentaba una decisión: seguir a su puerta de embarque o escuchar a un niño sin hogar arriesgándose al ridículo para ser escuchado.
Por primera vez en años, la duda se filtró en su agenda perfectamente ordenada. Y fue en ese momento cuando todo empezó a desmoronarse.
Edward hizo un gesto a los oficiales:
—“No lo descarten así. Revisen la bodega.”
La oficial frunció el ceño:
—“Señor, no podemos retrasar un vuelo por una denuncia sin pruebas.”
Edward alzó la voz:
—“Entonces deténganlo porque un pasajero lo exige. Yo asumo la responsabilidad.”
Eso llamó la atención. En minutos llegó un supervisor de la TSA, seguido de policías de la Autoridad Portuaria. Al chico lo apartaron, lo registraron, inspeccionaron su mochila rota: nada peligroso. Aun así, Edward se negó a irse.
—“Revisen el avión” —insistió.