Ojos cansados, pero amables. Manos callosas, pero gentiles. Yo sí. La ambulancia aceleró hacia el hospital. Valentina cerró los ojos, la mano de Sofia aún en la suya y por primera vez en años permitió que alguien más tomara el control. No sabía que este extraño y su hija cambiarían todo. No sabía que el verdadero poder no estaba en mandar, sino en confiar. Solo sabía que en el peor momento de su vida, un ángel con chamarra de guardia la había encontrado.
El reloj del hospital marcaba las 10 de la noche cuando Valentina despertó. El tobillo vendado palpitaba menos, pero la humillación permanecía intacta. Ya despertó. Sofía estaba sentada en una silla plástica balanceando sus piernas. Papá fue por café. Le dije que el café del hospital sabe feo, pero no me escuchó. ¿Siguen aquí? Papá dice que no dejamos a la gente sola cuando está triste. Valentina tragó saliva. Hace 5 horas su Mercedes se había descompuesto saliendo de una junta en Coyoacán.
Teléfono muerto, área desconocida. La decisión de caminar hacia una avenida principal había sido su perdición. Tu papá es muy bueno. Es el mejor, aunque a veces está cansado. Trabaja de noche y luego me lleva a la escuela. Y tu mamá está en el cielo desde que yo tenía cuatro, pero no estoy triste porque papá dice que ella nos mira. La puerta se abrió. Diego entró con dos cafés, su uniforme de seguridad arrugado por las horas de espera.
Disculpe si Sofía habla mucho. Me gusta platicar. La niña sonró. Valentina no tiene hijos. Se lo pregunté. Sofía. Está bien. Valentina intentó sentarse más derecha. Diego, necesito pedirte un favor enorme. ¿Qué necesita? En mi tobillo derecho, dentro del zapato, hay una tarjeta de presentación. La puse ahí por paranoia. Se rió amargamente. Irónico, ¿no? Diego buscó con cuidado. Sacó la tarjeta empapada, pero legible. Valentina Herrera, CEO, farmacéutica azteca. Su expresión cambió. Ustedes, por favor, no me trates diferente.