“¡NO MÁS HUMILLACIONES! La empleada se enfrenta con lágrimas y rabia a la madrastra que destruyó su vida… ¡y el millonario escucha todo!”

Leo había quedado en silla de ruedas. El impacto le dañó la columna y desde entonces no volvió a caminar. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que tampoco volvió a reír ni una sola vez, ni siquiera cuando le trajeron un perrito, ni cuando le pusieron una alberca de pelotas en la sala, nada, solo miraba en silencio, con esa carita seria y los ojos tristes.

Tenía 7 años ahora y parecía cargar con el mundo entero sobre los hombros. Tomás hacía lo que podía. Tenía dinero, eso nunca había sido un problema. Podía pagar doctores, terapias, cuidadores, juguetes, lo que fuera, pero no podía comprarle a su hijo lo que más le dolía. A su mamá. Él también estaba roto, solo que lo escondía mejor.

se levantaba temprano, se metía al trabajo desde su despacho en casa y en la tarde bajaba a sentarse junto a Leo en silencio. A veces le leía, otras veces veían caricaturas juntos, pero todo era como si estuvieran atrapados en una película que nadie quería ver. Habían pasado varias niñeras y empleadas domésticas por la casa, pero ninguna se quedaba. Algunas no aguantaban la tristeza que se respiraba.

Otras simplemente no sabían cómo tratar al niño. Una duró tres días y se fue llorando. Otra ni siquiera volvió después de la primera semana. Tomás no las culpaba. Él mismo quería huir muchas veces. Una mañana, mientras revisaba unos correos en el comedor, escuchó que tocaron el timbre. Era la nueva empleada. Le había pedido a Sandra, su asistente, que contratara a alguien más, alguien con experiencia, pero que también fuera amable, no solo eficiente.

Sandra le había dicho que había encontrado a una mujer muy trabajadora, madre soltera, tranquila, de esas que no dan problemas. Se llamaba Marina. Cuando entró, Tomás la vio de reojo. Llevaba una blusa sencilla y un pantalón de mezclilla. No era joven, pero tampoco mayor.

Tenía ese tipo de mirada que uno no puede fingir, cálida, como si ya te conociera. Le sonrió con un poco de nervios y él le devolvió el saludo con un gesto rápido. No estaba para socializar. Le pidió a Armando, el mayordomo, que le explicara todo. Luego siguió trabajando. Marina fue directo a la cocina.

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