Tomás se sentía agradecido, pero también confundido. No sabía si era casualidad o si de verdad Marina tenía algo especial. A veces se quedaba parado en la puerta viendo cómo ella hablaba con Leo, cómo le tocaba el hombro, cómo le sonreía. No era una mujer escandalosa ni coqueta, era todo lo contrario, pero tenía una presencia que no se podía ignorar.
Una noche, mientras cenaban, Tomás notó que Leo no paraba de hablarle a Marina sobre un videojuego. Ella lo escuchaba con atención, aunque claramente no entendía mucho del tema. Tomás no decía nada, solo los veía. Leo le pidió a Marina que cenara con ellos al día siguiente. Ella se sorprendió, pero aceptó con una sonrisa. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Tomás durmió con una sensación diferente.
No era felicidad todavía, pero tampoco era tristeza. A la mañana siguiente, Marina preparó chilaquiles con mucho cuidado. Leo la ayudó a poner la mesa. Tomás bajó y los vio a los dos riendo por algo que él no alcanzó a escuchar. El niño tenía una mancha de salsa en la nariz. Marina se la limpió con una servilleta y Leo no se quejó. Ni siquiera hizo esa cara seria que solía poner. Al contrario, parecía contento.
El corazón de Tomás se apretó. Quería agradecerle a Marina por eso, pero no sabía cómo. No lo dijo. Solo la miró con una mezcla de sorpresa y algo más que no quiso aceptar. Tal vez era admiración, tal vez era otra cosa, pero no lo pensó mucho. Tenía miedo de romper lo poco que habían recuperado.