Germán seguía de pie, respirando con dificultad, intentando procesar lo que acababa de oír. Sus ojos iban del niño a Miguel y de vuelta a su hija en el ataúd. El corazón le latía tan fuerte que parecía querer salirse del pecho. ¿Alguien puede explicarme qué está pasando? Su voz salió ronca, casi suplicante. El niño seguía inmóvil. Sus manos sucias ahora se apretaban una contra la otra, como si luchara por mantener la firmeza que aún lo sostenía. Miró a Germán con ojos llenos de lágrimas, pero sin apartarse.
Había algo en esa mirada que no era común para un niño, un peso, un dolor mucho mayor del que su edad debería cargar. dio un paso al frente, dudó y luego murmuró, “Me llamo Jaime. Yo era amigo de Alicia.” La revelación generó otro murmullo. Amigos, pero cómo es que nadie lo había visto antes no se lo contó a nadie. Nos veíamos a escondidas en el parque. Jaime tragó saliva. Decía que no podía hablar de mí, que a su papá no le gustaba que anduviera con personas como yo.
La frase fue dicha con una mezcla de resignación y dolor. El comentario cayó como una puñalada en el pecho de Germán, que se mostró visiblemente afectado. Miguel miró a su hermano, pero permaneció en silencio. Jaime continuó. Pero éramos amigos de verdad. Todos los sábados ella dejaba una notita debajo del banco y yo iba. Jugábamos a las adivinanzas, dibujábamos en el suelo con palitos. Los recuerdos parecían pesar más cuando se decían en voz alta. Germán se sentó abatido con las manos entrelazadas sobre la frente.
Jaime lo miró como quien pide permiso para seguir. Antier, el día que desapareció, nos vimos como siempre. Pero ella estaba rara. Dijo que tenía miedo, que alguien la había amenazado. Todo el salón estaba pendiente de cada sílaba del niño. Le pregunté quién era, pero dijo que no podía decirlo. Solo dijo que iba a regresar a casa más temprano. Hizo una pausa larga. Sus ojos comenzaron a temblar, como si lo más difícil aún estuviera por venir. Me quedé observando desde lejos.
Fue entonces que la vi subir a un carro negro. un carro grande con los vidrios oscuros. La respiración de Germán se detuvo. Jaime entonces sacó un pedazo de cartón doblado del bolsillo del overall. Estaba arrugado, sucio, pero tenía algo escrito con pluma azul, una secuencia de números y letras. Tuve miedo, pero anoté las placas. Pensé que si pasaba algo malo, al menos tendría eso. Hubo un movimiento inmediato. Uno de los policías presentes, vestido discretamente con traje al fondo de la sala, se acercó y tomó el papel de manos de Jaime.
Verificó los datos con el radio en el oído. Pocos segundos después se quedó paralizado. El color de su rostro cambió. Miró a Germán, luego a Miguel. Se acercó. Estas placas pertenecen a un vehículo registrado a nombre de Miguel Guzmán. El aire se esfumó de la sala. El tiempo se detuvo por unos segundos. Germán volteó a ver a su hermano completamente incrédulo. Miguel, dime que esto es un error. La voz de Germán sonaba más como un susurro que suplicaba no ser cierto.
Miguel no respondió. De pronto, otro policía se acercó y le puso una mano en el hombro. Señor Guzmán, queda detenido bajo sospecha de participación en la muerte de Alicia Guzmán. El caos estalló. Las personas se levantaron, algunas lloraban, otras gritaban. Germán presenciaba la escena como quien ve una pesadilla desarrollarse ante sus propios ojos. su hermano esposado, el funeral de su hija interrumpido y en medio de todo ese niño, un niño invisible que acababa de volverse el centro de todo.
El velorio había terminado así a horas, pero la imagen del niño parado frente al ataú aún rondaba a Germán como un fantasma. La casa estaba sumida en un silencio que parecía gritar. Miguel había sido llevado bajo custodia policial y Germán, tambaleante, se encerró en el cuarto de Alicia por más de una hora, acostado sobre la cama de su hija, con el diario de ella apretado contra el pecho, aunque sin tener el valor de abrirlo. Afuera, Jaime seguía sentado en el mismo lugar al borde de la escalinata de la mansión, abrazado a sus rodillas mirando al cielo.
Al verlo ahí, tan pequeño, tan solo, Germán sintió una punzada en el pecho. Ese niño había enfrentado un salón lleno, encarado a una familia desconocida y dicho la verdad en voz alta, sin saber siquiera si sería escuchado. Respiró hondo, bajó las escaleras en silencio y se acercó. “Tienes a dónde ir, preguntó intentando controlar la emoción. Jaime solo negó con la cabeza sin decir nada. ¿Quieres quedarte aquí unos días hasta hasta que entendamos todo. La respuesta vino en forma de una mirada aliviada, seguida de un tímido asentimiento.
Germán entonces lo llevó adentro. En los días siguientes, Jaime empezó a adaptarse al nuevo ambiente. A pesar de la grandeza de la mansión, prefería quedarse en los rincones más sencillos de la casa. en el patio, en el pórtico, a veces cerca del gallinero abandonado. Ayudaba con pequeños queaceres, tendía la cama, regaba las plantas del jardín y siempre dejaba un platito de comida debajo del árbol donde solía conversar con Alicia en el parque. Germán observaba esto con una mezcla de ternura y culpa.
De alguna forma, ese niño parecía mantener viva la presencia de su hija dentro de la casa. Sin embargo, no todos parecían cómodos con su presencia. Héctor, hijo de Miguel y primo de Alicia, permaneció en la mansión incluso después del arresto de su padre bajo el cuidado de una tía abuela que vivía al fondo de la propiedad. Durante el día apenas se veían, pero por la noche algo extraño comenzó a ocurrir. Cierta madrugada, Jaime se despertó con la sensación de que lo observaban.