«Ninguna niñera duraba más de un día con los trillizos del multimillonario… hasta la llegada de una mujer negra que logró lo imposible».
Había visto a muchas mujeres romperse en esa habitación. Pero algo en Naomi —su silencio, su paciencia— le hizo dudar. Y mientras los niños preparaban una nueva oleada de caos, Naomi dijo algo que nunca les habían dicho: «No estoy aquí para pelear con vosotros. Estoy aquí para quereros». Por primera vez, los trillizos se quedaron quietos. A la mañana siguiente, Naomi estaba levantada antes del amanecer.
Barrió la escalera de mármol, arregló las cortinas y preparó una sencilla bandeja de huevos, tostadas y leche para los niños. Acababa de ponerla sobre la mesa cuando los trillizos irrumpieron como tornados. Daniel se subió a una silla y gritó: «¡Queremos helado para desayunar!». Diana dio una patada a la pata de la mesa y se cruzó de brazos. David agarró un vaso de leche y lo derramó deliberadamente en el suelo. La mayoría de las mujeres antes que Naomi habrían entrado en pánico.
Algunas habrían suplicado, otras se habrían ido furiosas. Naomi no hizo ni lo uno ni lo otro. Con calma, extendió un plato a cada uno y dijo: «El helado no es para el desayuno. Pero si os coméis vuestra comida, quizás podamos hacerlo juntos más tarde». Luego les dio la espalda y siguió limpiando la encimera. Los trillizos se quedaron helados. ¿Sin gritos? ¿Sin castigos? ¿Solo calma? Poco a poco, la curiosidad se impuso. Daniel pinchó sus huevos con el tenedor.
Diana puso los ojos en blanco, pero empezó a masticar. Incluso David, el más terco, se sentó y mordisqueó. Arriba, Ethan Carter seguía mirando desde el balcón. Había visto fracasar a tantas mujeres, sus voces engullidas por los caprichos. Y, sin embargo, esta mujer parecía… inquebrantable. El secreto de Naomi no era tal para ella. Había atravesado tormentas mucho peores que tres niños indisciplinados. Tres años antes, su marido había muerto repentinamente en un accidente de tráfico, dejándola con un recién nacido y nada más. Había fregado suelos, lavado ropa, vendido fruta al borde de la carretera para salir adelante. Cuando Deborah enfermó del corazón, Naomi se juró hacer todo —todo— para mantenerla con vida.
Ningún niño, ningún capricho, podía quebrar a una mujer que ya había caminado sobre el fuego. Pero los trillizos no habían terminado de ponerla a prueba. A mediodía, untaron pintura en las paredes, vaciaron las cajas de juguetes, y Diana escondió los zapatos de Naomi en el jardín. Cada vez, Naomi respondió con la misma paciencia. Limpió, ordenó y nunca levantó la voz. «Eres aburrida», se quejó David una tarde. «Las otras gritaban». Naomi esbozó una leve sonrisa. «Eso es porque querían ganaros. Yo no estoy aquí para ganar. Estoy aquí para quedarme». Las palabras quedaron suspendidas. Los niños no supieron qué responder. Por primera vez, no tenían frente a ellos a alguien que les temía, sino a alguien estable.