Ninguna niñera aguantaba ni un día con los trillizos del multimillonario… hasta que llegó una mujer negra e hizo lo que nadie pudo …-diuy

—¡Oye, se supone que tienes que detenernos! —gritó Daniel.
Naomi lo miró, calma e imperturbable. —Los niños no se detienen porque se les diga. Se detienen cuando descubren que nadie está jugando su juego.
Y volvió a fregar.

Arriba, Ethan Carter observaba desde el balcón, con los ojos grises entornados. Había visto fracasar a muchas mujeres en esa misma habitación. Pero había algo distinto en Naomi, algo inquebrantable en su manera de moverse.

Y aunque los trillizos no habían terminado, Naomi tampoco.

A la mañana siguiente, Naomi ya estaba en pie antes del amanecer. Barrió la escalera de mármol, acomodó las cortinas y preparó una bandeja de comida para los niños. Apenas la colocó en el comedor cuando los trillizos irrumpieron como pequeños vendavales.

Daniel se subió a una silla y gritó: —¡Queremos helado para desayunar!
Diana pateó la pata de la mesa y cruzó los brazos.
David tomó un vaso de leche y lo volcó a propósito.

Cualquiera antes que Naomi habría entrado en pánico. Ella, en cambio, los miró con serenidad: —El helado no es para el desayuno, pero si comen, quizá luego lo preparemos juntos.

Los trillizos parpadearon, desconcertados por aquella voz firme y tranquila. Naomi no regañó ni alzó la voz. Simplemente puso un plato frente a cada uno y, dándoles la espalda, siguió con sus quehaceres. Poco a poco, la curiosidad pudo más. Daniel pinchó los huevos con el tenedor. Diana puso los ojos en blanco, pero empezó a masticar. Incluso David, el más obstinado, se sentó y picoteó.

Al mediodía, la batalla volvió. Emborronaron las paredes con pintura, vaciaron las cajas de juguetes y Diana escondió los zapatos de Naomi en el jardín. Cada vez, ella respondió con la misma paciencia. Limpió, reordenó y nunca levantó la voz.

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