Días después, con Eduardo al lado, apretando su mano con fuerza, recibió el alta. Alberto la llevó a casa con el mismo cuidado con el que se transporta una joya. En el camino le explicó que ya había iniciado el proceso de adopción. Ahora es oficial, pequeña. Nunca más vamos a dejar que te vayas. Eres parte de nuestra familia. Cuando cruzaron los portones de la mansión, todo parecía diferente. Las paredes ya no pesaban, los pasillos no sonaban huecos. Eduardo corrió delante y apareció en la entrada con una cartulina colorida pegada al pecho con cinta adhesiva donde se leía con letras chuecas, “Bienvenida para siempre.
Alicia rió, se lanzó a sus brazos y juntos cayeron sobre la alfombra de la sala entre carcajadas. El sonido resonó como un exorcismo, limpiando cada rincón de la casa de todo lo que había sido oscuro, escondido, silencioso. Los empleados salieron de sus puestos y aplaudieron discretamente. Era un nuevo comienzo. En los días que siguieron, Alicia fue ganando su espacio como si siempre hubiera estado allí. El cuarto antes frío ahora estaba lleno de colores, colajes en las paredes, móviles de papel, lámparas colgadas por Eduardo y fotos de ambos pegadas en portarretratos improvisados.
Alicia, que antes dormía en el suelo con miedo de bajar la guardia, ahora se acostaba en la cama con el cuerpo en paz. ¿Ves? La cama no te traga”, bromeaba Eduardo y ella con la mirada más suave cada día respondía, “Pero solo porque tú estás aquí al lado.” La rutina cambió. Ahora las comidas se hacían entre risas y preguntas. Los dibujos de la tarde hablaban sobre el futuro. Por la noche veían películas abrazados en el sofá compartiendo cobijas y botes de palomitas.
Y en los silencios que antes dolían, ahora había presencia, había vida. Alberto observaba a los dos jugando, a veces desde lejos, y sentía que por fin había encontrado lo que el dinero jamás le dio. Paz. No todo era perfecto. Los recuerdos de Claudia aún aparecían en pesadillas, en noticias, en fragmentos. Pero la diferencia era que ahora había algo más fuerte que el miedo, amor real, amor sembrado en tierra firme. Cierta tarde, Alicia estaba sola en el columpio del jardín, el mismo donde solía sentarse cuando aún no confiaba en nadie.
El sol proyectaba sombras sobre los escalones y una brisa tibia movía las hojas secas. En su regazo estaba el viejo cuaderno de dibujos. Alberto se acercó en silencio, se sentó a su lado. “¿Puedo ver?”, preguntó. Alicia dudó por un instante. Luego giró el cuaderno. La hoja mostraba tres figuras tomadas de la mano, un hombre, un niño y una niña. Los trazos eran simples, pero cargados de sentimiento. Encima de la imagen, una frase: “La familia es quien se queda cuando todo lo demás se va.” Alberto sintió que los ojos le ardían.
Contuvo el llanto, pero no la emoción. ¿Puedo puedo enmarcar esto? Alicia sonrió con los ojos y dijo, “Solo si prometes no olvidarlo nunca.” Él le tomó la mano con ternura. Lo prometo. Y en ese gesto, en ese instante, había más que palabras. Había una nueva vida comenzando. Una vida donde dos niños, uno que perdió el movimiento de sus piernas y otra que nunca supo lo que era pertenecer, ahora corrían juntos por el jardín de una casa que finalmente merecía ser llamada hogar.