Millonario visita un orfanato y una niña grita “¡Papá!” frente a todos. Lo que él hace después te va a dejar en shock.
El millonario Eduardo Ramírez llega esa mañana al orfanato Alegría de Niños con toda su seguridad y su chófer. El cochino olor a café recién hecho se mezcla con el olor a pintura nueva en los muros.
Eduardo baja de la camioneta con paso decidido y se nota la emoción en su cara porque trae una gran donación para ese lugar. Se acerca la directora, doña Margarita, y lo recibe con una gran sonrisa, casi le tiembla la voz de tanto nervio y alegría. Él la saluda con un beso en la mejilla y le dice que quiere conocer a los niños antes de entregar el cheque.
Ella lo acompaña por los pasillos, los niños haciendo ruido, corriendo, brincando, mientras las monjas los llaman para que se calmen. Eduardo les pregunta cómo están. Algunos lo miran con curiosidad, otros casi no lo voltean a ver, concentrados en sus juegos.
De pronto, doña Margarita lo lleva a una sala donde han puesto una mesa larga con globos y pastelitos, y una lona detrás que dice “Bienvenido Eduardo Ramírez”. Todo está listo para la ceremonia. En el centro, un montón de cajas con juguetes y útiles escolares. El cochino olor a papel nuevo y plástico barato le llega a Eduardo, y sonríe porque sabe que va a cambiarles la vida a esos niños.
Él toma el micrófono y dice:
“Buenos días a todos.”
Y algunos contestan con voz tímida, otros le gritan:
“¡Buen día!” con energía.
Eduardo dice que ha traído ayuda para que puedan estudiar mejor y jugar más. La sala está llena de niños que se paran para verlo. Algunos, limpiándose mocos, manos pegajosas. Se nota que no están acostumbrados a recibir a alguien así, un señor con traje caro y reloj grande.
Eduardo reparte los juguetes poco a poco y regala mochilas, lápices, cuadernos. Todos se agolpan al frente, intentando ver qué les toca. Algunos lloran de emoción, otros simplemente se quedan quietos, atentos.
De pronto, cuando Eduardo anuncia que va a leer una carta que escribió para ellos, se escucha un grito fuerte y claro que lo detiene en seco.
Una niña pequeña, de 8 años, levanta una mano con una foto arrugada en ella y grita:
“¡Papá!”
El tiempo se congela sin que él lo note. Todos se quedan callados: las monjas, los niños, las personas que ayudan. Doña Margarita pone una cara de pánico y sorpresa.
La niña se llama Valeria, tiene el cabello largo y sucio, los ojos brillan de emoción y miedo al mismo tiempo. Ella sostiene una imagen de un hombre sentado con traje, mirando al frente con ese semblante serio pero amable.
Eduardo mira el rostro de la niña y luego, la foto. Esa imagen le resulta tan familiar que su corazón late muy fuerte, como si alguien lo hubiera empujado por detrás. Él cree que es su hija. Quizá la voz en su cabeza le dice que no puede ser, que él no sabe de esa niña, que su vida jamás lo puso frente a una bebé de 8 años. Pero hay algo en esa mirada que lo confunde y lo atrae al mismo tiempo.
Valeria deja de sollozar un segundo, esconde la foto contra su pecho y mira al señor con ojos esperanzados, diciendo:
“¿Eres tú? ¿Verdad? Mi mamá me dijo que regresaras.”
Entonces, Eduardo siente un nudo en la garganta. El silencio en la sala es total y todos esperan su reacción. No es solo una donación, es un momento que puede cambiarlo todo. Ninguno de los espectadores sabe lo que pasa por su cabeza, ni siquiera él.
Valeria no hablaba mucho con los demás niños, siempre andaba con su cuaderno bajo el brazo y esa foto doblada dentro de un bolsillito secreto en su mochila. Cuando jugaban afuera, ella se sentaba sola bajo el árbol grandote del patio y dibujaba en silencio. Le gustaba imaginar que su papá la estaba viendo desde algún lugar, que tal vez él era famoso, que manejaba un carro muy lujoso, o que estaba ocupado salvando al mundo y por eso no había llegado por ella todavía.
Nadie sabía de la foto, ni siquiera las monjas. Una vez, una niña la vio sacarla y quiso verla, pero Valeria se enojó y se alejó corriendo. Esa foto era lo único que le quedaba de su mamá. Bueno, y un osito de peluche todo deshilachado que tenía guardado en un cajón. La foto estaba un poco rota en una esquina, tenía manchas como de café y estaba medio descolorida, pero se alcanzaba a ver bien al hombre del traje. Su mamá se la dio antes de morir, la abrazó muy fuerte una noche que no podía dejar de toser y, con voz bajita, le dijo:
“Si un día lo ves, si lo reconoces, dile que eres su hija.”
Valeria le preguntó quién era él, y su mamá solo alcanzó a decir:
“Tu papá.”
Antes de quedarse dormida para siempre.