La casa era sencilla, con lo esencial para sobrevivir: una cama, una mesa, una estufa de hierro. Pero era un hogar. Flint le ofreció una comida sencilla, pero el gesto fue suficiente para que San sintiera una chispa de esperanza en su pecho. Durante los días siguientes, Flint y San establecieron una rutina. Él trabajaba en el rancho y ella, aún limitada por su parálisis, encontraba formas de ayudar: cocinaba, reparaba la ropa, y limpiaba lo que podía. A pesar de que Flint nunca le pidió que hiciera nada, San necesitaba sentir que no era una carga.
Un día, el pueblo se enteró de la presencia de San. Los murmullos se extendieron rápidamente. Algunos se escandalizaron al ver a un hombre blanco defendiendo a una apache paralítica. Las tensiones aumentaron, y Flint, a pesar de su orgullo, sabía que su elección traería consecuencias. Un grupo de vaqueros liderados por McGraw, un hombre poderoso de la región, comenzó a presionar para que Flint abandonara a San. Pero Flint, firme en su decisión, se negó. “Ella se queda”, dijo con determinación.
Las amenazas de McGraw y sus hombres continuaron, y Flint se preparó para lo peor. Pero lo que no esperaba era que San, a pesar de sus limitaciones, no fuera una víctima pasiva. Cuando los hombres de McGraw intentaron hacerle daño, San demostró ser una guerrera nata. Con su puntería, derribó a varios de ellos, defendiendo su hogar con una valentía que Flint jamás imaginó. Juntos, Flint y San, enfrentaron el ataque con determinación. Y al final, lograron ahuyentar a los hombres de McGraw, quienes se retiraron derrotados.
El tiempo pasó, y la gente del pueblo comenzó a ver a San no como una apache lisiada, sino como una mujer valiente que luchaba por su derecho a vivir. Algunos, como Martha, la esposa del sheriff, comenzaron a visitarla regularmente, llevándole comida y medicinas. Con el tiempo, San se ganó el respeto de aquellos que antes la despreciaban.
Un año después, mientras el sol se ocultaba en el horizonte, Flint y San se sentaron en el porche de su casa, mirando el paisaje del desierto. Aunque sabían que su lucha no había terminado, también sabían que habían encontrado algo mucho más valioso que la supervivencia: el uno al otro. En ese momento, San miró a Flint y le dijo: “Ahora yo tengo hogar, tengo familia, tengo lugar donde pertenecer”. Y Flint, con una sonrisa triste, respondió: “Yo también”. En ese rincón olvidado del desierto, dos almas perdidas se habían encontrado, y en su unión, habían encontrado redención.