Murió con un vestido blanco. Pero el celador de la morgue se fijó: sus mejillas estaban sonrojadas como las de una persona viva. Lo que ocurrió en la boda que todos creían perfecta

El otro reculó, bufó:
—Están todos locos aquí.

Tatiana miró a Valera, que le tomó el brazo con firmeza.
—Así no puede seguir —dijo—. Tania, me gustas. De verdad. Y quiero estar contigo. Tenemos que cambiar algo.

Ella se confundió, quiso decir algo, pero de pronto sonó una voz cercana:
—¿Qué que hay que cambiar? ¡Tienen que casarse! ¡Haremos una boda y lo celebraremos a lo grande!

Se volvió y los vio. Aquellos mismos recién casados. La chica, pálida pero viva, sonreía radiante.
—Tienen que aceptar —dijo—. Son una pareja maravillosa. Y queremos darles las gracias. Por devolverme la vida.

Pero Valera y Tatiana rehusaron la celebración fastuosa. Eran demasiado adultos; había pasado demasiado para jugar a los disfraces.
—Un simple “sí” basta —dijo Valera.

Entonces los recién casados les hicieron un regalo: una luna de miel junto al mar.
—¿Has visto alguna vez el mar? —preguntó Valera.
—Nunca —susurró ella.

Pocos días después, Tatiana presentó su renuncia.
—Encontraré algo mío —dijo.
—Por ahora —sonrió Valera—, mi trabajo es cuidarte. Hacerte feliz. Protegerte.

Y cuando se plantaron frente a la orilla, mirando las olas romper sobre la arena, Tatiana sintió por primera vez en muchos años que no solo había sobrevivido.
Había empezado a vivir.

Y el azul infinito del mar parecía susurrar:
“Te lo merecías.”

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