“No estoy listo para ser padre”, dijo fríamente, evitando sus ojos. “Toma este dinero. Desaparece”.
Las lágrimas de Nina cayeron en silencio. Se fue sin discutir, sin mirar atrás.
Jonathan enterró el recuerdo como si nunca hubiera sucedido. Se volcó en el trabajo, apareciendo en revistas y televisión como “El Visionario Más Despiadado de América”. Nadie supo lo del niño. Nadie preguntó. Y se convenció a sí mismo de que era mejor así.
Pero tres años después, cuando las puertas del ascensor de su oficina se abrieron, el pasado volvió a entrar.
Nina estaba de pie ante él, ya no con uniforme de empleada sino con un ajustado vestido beige. Se comportaba con dignidad, su mirada firme. Y a su lado, agarrado de su mano, había un niño con ojos marrones y hoyuelos: el reflejo exacto de Jonathan Kane.
El corazón de Jonathan dio un vuelco.
“¿Por qué estás aquí?”, exigió.
La voz de Nina era tranquila, pero sus palabras cortaron más profundo que cualquier derrota en una sala de juntas. “No vine por dinero. Vine porque tu hijo está enfermo. Tiene leucemia. Necesita un trasplante de médula ósea. Y tú eres el único compatible”.