Mis padres me trataban como a una sirvienta. Una Nochebuena, mi madre me dijo con una sonrisa burlona: «Los amigos de tu hermana celebran la Navidad aquí; solo son 25 personas». Esperaba que cocinara, limpiara y les hiciera la reverencia. Yo solo sonreí. Esa misma noche, volé a Florida de vacaciones… y la fiesta se quedó completamente vacía.

Mis padres me trataban como a una sirvienta. Un día, justo antes de Navidad, mi madre me espetó con desdén:

«Las amigas de tu hermana celebran la Navidad aquí… solo 25 personas». Esperaba que cocinara, limpiara y les hiciera la reverencia.

Simplemente sonreí.

Esa misma noche, volé a Florida de vacaciones… dejando la fiesta completamente vacía.

El aroma a pino y canela solía hacer que la Navidad fuera mágica. Pero ese año, olía a agotamiento. Me llamo Emily Carter y tenía 27 años cuando me di cuenta de que, en casa de mis padres, no era una hija, sino la criada sin sueldo.

Dos semanas antes de Navidad, mi madre estaba de pie en la puerta de la cocina, con los brazos cruzados y un tono tan cortante como siempre. «Las amigas de tu hermana celebran la Navidad aquí… solo 25 personas», dijo, esbozando una sonrisa burlona. «Te encargarás de cocinar, limpiar y decorar. Se te da bien, ¿verdad?».

Me quedé paralizada, con el trapo de cocina en la mano. Mi hermana Julia miraba su teléfono sin siquiera fingir que me escuchaba. No era la primera vez. Durante años, yo había sido la que ponía la mesa, hacía los recados, servía las bebidas, mientras Julia se llevaba los halagos de ser la “anfitriona perfecta”.

Pero ese día, algo se rompió dentro de mí. Sonreí, no por obediencia, sino por determinación. “Por supuesto”, respondí en voz baja. Mi madre se dio la vuelta, satisfecha, dando ya órdenes a los manteles y al servicio de catering. No vio cómo me temblaban las manos, ni la pequeña chispa de rebeldía que acababa de encenderse en mi pecho.

Esa noche, mientras todos dormían, reservé un billete de ida a Florida. Tenía algunos ahorros y días de vacaciones que aún no había disfrutado. Al amanecer, mis maletas estaban hechas. La casa estaba en silencio, con el aroma de los preparativos navideños a medio terminar flotando en el aire.

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