Miré el papel y me quedé atónito, luego lo arrojé a un lado.

En la celebración del primer mes de la bebé, ella apareció, vestida con un vestido tradicional rojo oscuro, con una bolsa en la mano. La arrojó sobre la mesa: “500,000 pesos. Lo llamo dinero para el primer mes de la niña. Pero…” Sacó un papel, lo empujó hacia mí. “Firma aquí.” Miré el papel y me quedé atónita: Era un poder notarial para la tutela de la bebé. “A partir de ahora, llevará mi apellido, no el de tu marido. Yo la criaré directamente, y estudiará según mis deseos.

Tú solo tenías que parir, no necesitas enseñarle nada.” Me levanté de un salto y le espeté: “¿Qué está diciendo?” Ella no parpadeó: “Como solo pudiste dar a luz a una niña, dejaré que yo la críe decentemente. Así no tendrás que preocuparte por deshonrar a la familia. La enviaré a estudiar al extranjero desde temprano, le cambiaré el nombre y los documentos, como si esta niña no tuviera nada que ver contigo.” Mi marido llegó a casa y me encontró sentada en el suelo con nuestra hija en brazos, llorando.

Él gritó: “¿Estás loca, mamá? ¿Quién te crees que eres para quitarle a mi esposa su derecho a ser madre? Si no vas a criarla, ¡entonces no te metas!” Mi suegra se fue furiosa, dejando una última frase: “Después no te quejes de por qué esta abuela… ya no tiene nietos.” Pero ese no fue el último shock. Una semana después, recibí una invitación de la oficina del abogado, el representante legal de mi suegra.

Ella había transferido todas sus propiedades –incluyendo tres casas y un terreno valioso– a nombre de la bebé… con una única condición: Que se separara de sus padres biológicos. Sonreí con amargura. Por un lado, mi hija; por el otro, toda una vida. Mi suegra no quería un hijo, solo una “sucesora” con su apellido. Rompí el papel en pedazos. Mirando a mi hija, que dormía plácidamente, susurré: “No necesito propiedades.

Solo necesito que vivas una vida plena a mi lado, sin que nadie te presione. Conmigo aquí, nadie tiene permitido arrebatarte de mis brazos.” 3 años después, mi suegra enfermó gravemente. Nadie la cuidaba. Los sirvientes también se habían ido. Mi marido llevó a nuestra hija a visitarla. Cuando la niña la llamó “abuelita”, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas. “Ojalá… en el pasado, no hubiera sido tan ambiciosa.” Yo me quedé en la puerta, mirándola en silencio. Por amar demasiado se aferró, y al final… lo perdió todo.

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