Antes de comer queremos dar gracias y queremos hacerlo todos juntos. Hubo murmullos confundidos entre algunos inversionistas, pero las familias de Puebla asintieron con familiaridad. Sebastián, Valeria, Diego, Mateo y Santiago se arrodillaron en el centro del invernadero. Patricia se unió sin dudarlo. Señora Elena también. Rosa, don Miguel, señora Ortiz. Uno por uno, los invitados de ambos mundos se arrodillaron también más de 100 personas en un invernadero con las manos juntas. “Gracias por este día”, comenzó Valeria. “Gracias por este día”, repitieron 100 voces.
“Gracias por el amor que nos une. Gracias por el amor que nos une. Gracias porque somos familia. Gracias porque somos familia.” Sebastián apretó la mano de su esposa. Sus hijos estaban entre ellos, con los ojos cerrados y expresiones de paz absoluta. Y en ese momento, arrodillado en el jardín que había sido testigo de su transformación, Sebastián entendió algo con claridad cristalina. Había pasado 38 años persiguiendo riqueza, construyendo imperio, acumulando cifras en cuentas bancarias. Pero la verdadera riqueza estaba aquí, en los dedos pequeños de Santiago entrelazados con los suyos, en la risa de Mateo, en la
sabiduría antigua de los ojos de Diego, en la mujer que lo amaba no por su dinero, sino por quien se estaba convirtiendo, en la madre que había aprendido a soltar control, en la familia política que lo aceptó sin juicio. Esta era la riqueza que importaba, la única que tenía valor eterno. Los meses siguientes fueron una aventura de ajustes y alegría. Valeria se mudó oficialmente a la mansión, pero insistió en algunos cambios. La mitad del comedor formal se convirtió en sala de juegos.
El salón de té que nadie usaba se transformó en biblioteca infantil y cada viernes, sin importar que, cenaban juntos en la mesa de la cocina. Los niños florecieron. Diego descubrió talento para el dibujo y Sebastián le construyó un estudio. Mateo entró al equipo de fútbol y su padre no se perdía un solo partido. Santiago escribió su primer libro de poemas, 23 páginas ilustradas por Diego sobre mi familia. Valeria regresó a enseñar, pero ahora en una escuela de la Ciudad de México que atendía niños de bajos recursos.