Sebastián cruzó la habitación en tres pasos. Tú no eres un error. No. Entonces, dígame, ¿ya le contó a su madre que me ama? ¿Ya le dijo a sus socios? Ya pensó en presentarme en esas cenas elegantes donde todos me mirarán como si no mereciera estar ahí. Valeria, yo lo amo. Las palabras salieron como confesión arrancada. Lo amo tanto que me duele respirar. Amo cómo ha cambiado. Amo cómo mira a sus hijos ahora. Amo su risa cuando juega fútbol cubierto de lodo.

Amo todo de usted. Sebastián trató de acercarse, pero ella levantó la mano. Pero también me amo a mí misma. Y me amo demasiado para convertirme en su escándalo, en su error, en la mujer que todos susurrarán que atrapó al millonario. Nunca dirían eso si nos vieran juntos. Siempre lo dirán, porque ese es mi mundo, Sebastián, donde las mujeres como yo no terminan con hombres como usted, donde los cuentos de hadas no existen. Las lágrimas corrían libremente por su rostro.
Ahora, así que me voy antes de que esto duela más, antes de que esos niños se encariñen tanto que mi ausencia los destruya. Antes de que usted tenga que elegir entre su vida y yo, ya elegí. Todavía no enfrenta las consecuencias reales. Valeria agarró su maleta. Cuando lo haga, me agradecerá que me fui. Caminó hacia la puerta. Sebastián la bloqueó con su cuerpo. No te dejaré ir. No tiene opción. Sí, la tengo. Puedo renunciar a todo, al dinero, a los negocios, a la reputación.
Y luego, ¿qué? ¿Me culpará por arruinar su vida? Resentirá todo lo que perdió por mí. Valeria negó con la cabeza. No quiero su sacrificio, Sebastián. Quiero. Quería alguien que me eligiera sin tener que renunciar a quién es. Estoy eligiendo ser mejor persona. Está eligiendo la fantasía de quien quiere ser, pero la realidad siempre regresa. Lo empujó suavemente. Él la dejó pasar. Valeria llegó a la puerta de la habitación antes de voltearse una última vez. Cuide a esos niños.
Ya saben rezar, ya saben amar. Solo necesitan que usted siga siendo el padre que se convirtió estas semanas. Valeria, adiós, Sebastián, cerró la puerta dejándolo solo en el silencio de su habitación vacía. Sebastián se dejó caer contra la pared y por segunda vez en semanas lloró sin control. Pero esta vez no era de alivio, era de pérdida absoluta. Sebastián no durmió. A las 6 de la mañana estaba en su auto manejando hacia el pentouse de su madre en Polanco.
El portero intentó detenerlo, pero Sebastián lo ignoró, subiendo directamente al piso 15. tocó la puerta con golpes que resonaron por todo el pasillo. Patricia abrió en bata de seda con el cabello suelto y expresión alarmada. Sebastián, ¿qué? ¿Cómo te atreves? Su voz era peligrosamente baja. No sé de qué hablas. Le ofreciste dinero para que se fuera, gritó él entrando al departamento. 2 millones de pesos para que desapareciera de nuestras vidas. Patricia cerró la puerta con calma ensayada.