MILLONARIO LLEGA SIN AVISAR A LA HORA DEL ALMUERZO… Y NO PUEDE CREER LO QUE VE

—Eso es imposible —gruñó, pero más hacia sí mismo que hacia Elena—. Tengo certificados de defunción, hay tumbas en el cementerio…

—Los papeles se compran, señor —susurró ella—. A ellos los tiraron.

Las palabras cayeron como piedras.

—¿Dónde los encontraste? —su voz ya no tenía la soberbia de millonario. Sonaba como un hombre desnudo frente a una verdad que no quiere ver.

Elena tragó saliva.

—Hace seis meses… detrás del restaurante italiano donde usted cena los viernes. Escuché un llanto entre los contenedores de basura. Pensé que eran gatos, pero… —se le quebró la voz— eran ellos. Estaban empapados, peleando con un perro por una caja de pizza mojada. El mayor trataba de romper el cartón para darle a los hermanitos. Tenían marcas en los tobillos… como si los hubieran tenido atados.

Alejandro sintió náuseas.

—No podía dejarlos ahí —continuó ella, con las lágrimas ya corriendo—. Gasté todo mi sueldo en un taxi y los traje a mi cuarto. Con lo que usted tira, con lo que va a la basura, los he ido manteniendo vivos. El arroz amarillo… —miró la mesa— es lo único que puedo comprar en cantidad. Les digo que es arroz de oro, que es mágico y los hará fuertes.

Los niños escuchaban en silencio, sin entender del todo, pero apretados unos contra otros.

Alejandro se llevó la mano al rostro. Quiso negar, gritar, echarla, pero algo más fuerte lo empujó hacia adelante.

—Pruebas —murmuró—. Necesito pruebas.

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