Alejandro Villaseñor era de esos hombres que parecían tenerlo todo resuelto. Dueño de medio sector inmobiliario de Ciudad de México, acostumbrado a que todos se callaran cuando él entraba a una sala, a que los meseros recordaran su vino favorito y a que el banco lo llamara por su nombre de pila. Trajes hechos a la medida, autos blindados, mansión en Las Lomas. Desde fuera, su vida era perfecta.
Pero por dentro, hacía dos años que todo se sentía hueco.
Desde la muerte de su esposa, la casa se parecía más a un museo que a un hogar. Mármol, cristal, arte caro… y un silencio que pesaba en el pecho. Tenía dos gemelos de tres años, Santi y Leo, pero casi no los conocía. Siempre llegaba tarde, cuando ya estaban dormidos o pegados a una tablet para que no molestaran. Los veía a través de fotos que le mandaba la niñera o informes que le hacía su prometida, Camila, una mujer hermosa, elegante, obsesionada con la perfección… y con la apariencia.
Aquella tarde, el destino decidió jugarle una carta distinta. Su vuelo de regreso se canceló y, por una vez, Alejandro llegó a casa tres horas antes de lo previsto. Bajó del sedán negro, le hizo un gesto seco al chófer para que se fuera y caminó hacia la puerta principal, ya sabiendo lo que le esperaba: silencio, olor a perfume caro, luces frías.
Pero cuando abrió la puerta, algo no encajó.
Seguía habiendo silencio en la entrada, sí, pero desde el fondo de la casa llegaban sonidos que hacía mucho no escuchaba allí: golpes, metal, y de pronto… risas. Risas agudas, limpias, cristalinas. Risas de niño. Se detuvo en seco. Hacía meses que no escuchaba a sus hijos reír así.