Apostó fuerte por mercados emergentes y cuando la crisis golpeó, todo se vino abajo en cuestión de meses. ¿Y tu familia? Preguntó Montenegro de forma sincera. Papá no soportó la magnitud del desastre. Murió de un infarto al poco tiempo. Mamá cayó en una depresión que no superó. En seis meses perdí a mis padres y todo lo que alguna vez consideré mío. El silencio que siguió fue distinto, no era incómodo, era respetuoso. Varios bajaron la mirada, otros, como Roberto Castellano, negaban con la cabeza afectados.
Recuerdo a Giuseppe, dijo Roberto. Era un hombre admirable. Debió ser durísimo para él. Lo fue, pero él siempre me enseñó que la verdadera riqueza está aquí. Se tocó el pecho en lo que uno sabe, en cómo se comporta, en lo que no puede comprarse ni robarse. Augusto tragó saliva. Recordó todas las veces que la trató como a una cualquiera. Las órdenes secas, las miradas despectivas, las humillaciones sutiles. ¿Y cómo acabaste?, preguntó Marina sin atreverse a terminar la frase.
Trabajando para Augusto dijo Valentina mirándole de frente. La tensión se podía cortar con cuchillo, pero ella no se tambaleó. Después de perderlo todo, descubrí que los amigos de la alta sociedad son como flores de invernadero, bellos mientras el clima es ideal, frágiles cuando cambian las condiciones. El embajador francés frunció el seño. En mi país, madame, admiramos profundamente a quienes enfrentan las dificultades con dignidad. Es ahí donde se ve el carácter de verdad. Estoy totalmente de acuerdo, añadió la esposa del ministro.
Valentina, siempre has tenido una clase que va más allá del dinero. Recuerdo cuando organizaste aquella gala para niños en situación vulnerable. Recaudaste 2 millones en una sola noche. Augusto estuvo a punto de atragantarse. 2 millones en una noche. Su empleada doméstica. Sí, fue una noche muy especial”, dijo Valentina por primera vez visiblemente relajada. “Con ese dinero conseguimos construir tres hospitales pediátricos.” “Hospitales”, exclamó Augusto sin poder controlar el volumen de su voz. La familia Ross tenía como prioridad los proyectos sociales”, explicó Roberto.
Valentina coordinaba muchos de ellos personalmente. La conversación siguió fluyendo y con cada minuto Augusto se hundía más en su asiento. Ella hablaba francés con fluidez, comentaba sobre política internacional con el embajador y opinaba sobre arte con soltura. Aquellos a quienes él admiraba asentían ante cada palabra de Valentina. Valentina, dijo Carlos Montenegro mientras servía el plato principal. Aún conservo aquel moné que tu padre me vendió antes de que empezaran los problemas. Es de lo más valioso que tengo en casa.
Sí, susurró ella emocionada. Yusepe quería que esa pieza terminara con alguien que de verdad supiese apreciarla. Augusto soltó el tenedor. Monet. Estaban hablando de Monet como si fuese un recuerdo familiar. ¿Quién demonios era esa mujer? Durante el postre, chocolate belga con frutos rojos, Marina hizo la pregunta que todos evitaban. Valentina, ¿y ahora qué? Con tus contactos, tu historia, ¿no te planteas volver a emprender? Valentina respiró hondo. No es tan fácil. El mundo empresarial tiene mala memoria para el éxito y peor para el fracaso.
Y empezar de nuevo requiere capital. Bobadas. Interrumpió Roberto golpeando la mesa con entusiasmo. Tú tienes lo que el dinero no puede comprar. Credibilidad. Yo te financiaría sin pensarlo. Yo también, añadió Montenegro. Tu padre fue de los hombres más íntegros que conocí. Su hija merece nuestra confianza. El embajador francés se inclinó hacia ella. Madmoel, si alguna vez le interesan los mercados europeos, puedo presentarle a varios inversores en París. Augusto no podía creer lo que escuchaba. En una sola noche, su empleada había recibido más ofertas que él en meses, y no de cualquiera, sino de gente con poder real.
Se lo agradezco de corazón, dijo Valentina conmovida. Pero antes tengo que cerrar algunos capítulos personales. La fiesta continuó hasta bien entrada la noche, pero para muchos, especialmente para Augusto, aquella velada se convirtió en algo más que un evento social. Fue una lección que jamás olvidaría. Valentina paseaba por la sala como si fuera parte del lugar desde siempre, charlando con grupos distintos, moviéndose con una elegancia innata que desarmaba a cualquiera. Había en su forma de hablar una seguridad tranquila, el tipo de confianza que no se aprende en libros.
Augusto la observaba desde lejos, cada vez más desconcertado. Era imposible no notar cómo se desenvolvía entre empresarios, diplomáticos y políticos, como si hubiese nacido en ese mundo. Y quizás, pensó, tal vez sí lo había hecho. Entonces fue testigo de una escena que le revolvió el estómago. Se acercó a una mesa donde un grupo de emprendedores discutía sobre inversiones verdes. Uno de ellos hablaba sobre un ambicioso proyecto en plena Amazonía, “Demasiado arriesgado,” decía con tono escéptico, “requiere una inversión inicial brutal y ni siquiera hay garantía de retorno.” Valentina, con una media sonrisa, intervino.