Cuando Valentina se lo probó, fue como si el vestido hubiera sido creado para ella. Se ajustaba a su cuerpo con la precisión de un secreto bien guardado. Era perfecto. Ni demasiado llamativo ni demasiado discreto. Una declaración de elegancia que no necesitaba palabras. No puedo aceptarlo, Elena susurró. Este vestido vale una fortuna, bambina. No se trata de dinero”, dijo Elena con firmeza mientras ajustaba los hombros del vestido. “Este vestido está hecho para momentos como este, para recordar al mundo quién eres.
No es un regalo, es justicia.” Insistió también en prestarle un conjunto de joyas heredadas de su abuela, un collar de perlas naturales con broche de diamantes, pendientes que brillaban con suavidad y una pulsera sencilla, pero distinguida, que cerraba el conjunto con discreción. “Mañana por la noche, cuando entres en esa fiesta, quiero que recuerdes algo.” dijo Elena, tomando las manos de Valentina entre las suyas. “La clase no se compra. La elegancia no se aprende y la dignidad bambina.
La dignidad nadie te la puede quitar. Naciste con ella, solo la habías dejado dormida por un tiempo. Valentina salió de casa de Elena con el vestido cuidadosamente guardado en su funda y las joyas envueltas con mimo, pero sobre todo salió con algo que no había sentido en años. Seguridad. Caminó por las calles con paso firme y al pasar frente al escaparate de una tienda se detuvo. Lo que vio reflejado no fue a una simple empleada doméstica, era ella, Valentina Rossi, la mujer que una vez fue el centro de todas las miradas.
El jueves estalló en la mansión Belmont como una tormenta de preparativos. decoradores, floristas, camareros, músicos, todos iban y venían sin descanso, ultimando cada detalle para lo que prometía ser el evento del año. Valentina participó en la organización durante el día, pero su mente estaba lejos, anticipando un momento mucho más importante. A las 5 en punto terminó su jornada. subió a su pequeña habitación en la guardilla, humilde, funcional, sin lujos, y se encerró allí como una mariposa a punto de salir del capullo.
Se duchó sin prisas, disfrutando cada minuto, como si se lavara también las heridas del pasado. Pintó sus uñas con un esmalte rojo profundo que había comprado especialmente para esa noche. El vestido se deslizó sobre su piel, como si la reconociera. Era suyo. Las joyas aportaban el brillo justo, sin excesos. Recogió su melena en un moño bajo, elegante, dejando algunos mechones sueltos que acariciaban su rostro. El maquillaje fue sencillo, pero preciso, resaltando sus ojos verdes, esos que siempre hablaron por ella, incluso en silencio.
Cuando se miró al espejo, le temblaron los labios. No pudo evitar que se le empañaran los ojos. Allí estaba de nuevo la mujer que había posado para portadas de revistas, la que cenaba con diplomáticos, que negociaba con firmeza desde la cabecera de una mesa, que llenaba una sala con su sola presencia. Era ella. Siempre lo había sido, solo que el mundo lo había olvidado y ella también. Abajo el sonido del cristal chocando, las risas y el murmullo de los primeros invitados la sacó de su trance.