Marcus se quedó inmóvil, con los nudillos tensos sobre la mesa. Su mente giraba como una tormenta, repasando cada recuerdo, cada palabra no dicha, cada abrazo que no se dieron.
De pronto, uno de los niños levantó la vista y lo miró fijamente. Esos ojos verdes —sus ojos— se iluminaron con una curiosidad inocente. El pequeño sonrió… y esa sonrisa le atravesó el alma como una flecha.
Antes de que pudiera reaccionar, Amara levantó la vista también. La expresión en su rostro fue una mezcla de sorpresa, temor… y algo más, algo que él no pudo descifrar.
Se levantó despacio, caminando hacia ella como quien avanza hacia un recuerdo que duele.
—Amara… —su voz fue apenas un susurro.
Ella respiró hondo, manteniendo la calma.
—Marcus. No pensé que te encontraría aquí.
Él miró a los tres niños, luego a ella.
—Son míos, ¿verdad?
Amara apretó los labios, mirando de reojo a los pequeños, que ahora observaban la escena con ojos grandes y curiosos. Finalmente, asintió.
—Sí… Son tuyos.
Marcus sintió un nudo en la garganta. La mezcla de rabia, culpa y una ternura desconocida lo desarmó.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Ella tragó saliva.
—Porque el hombre que eras… no estaba listo para ser padre. Tenías el corazón encerrado tras muros de oro. Yo… yo no quería que ellos crecieran dentro de esa jaula.
Marcus iba a responder, pero una voz grave lo interrumpió.
—¿Todo bien aquí, amor?