Tiene tres semanas, respondió Camila, su barbilla alzándose con esa dignidad silenciosa que había admirado en ella durante los dos años que llevaba trabajando en su casa.
El apartamento, usualmente inmaculado y silencioso como un museo, ahora tenía una bolsa de pañales junto a la mesa de centro de cristal.
Una cuna portátil descansaba discreta en la esquina.
casi escondida detrás del piano de cola que Alejandro nunca tocaba.
¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada? Camila cerró los ojos por un momento, como reuniendo fuerzas.
Cuando los abrió, Alejandro vio años de cansancio, de responsabilidades que pesaban sobre hombros demasiado jóvenes.
Porque necesito este trabajo, señor.
Mi familia en Oaxaca depende de lo que les mando.
Mi papá ya no puede trabajar la milpa como antes y las medicinas de mi mamá para la diabetes cuestan más cada mes.
La honestidad brutal de sus palabras lo golpeó.
Durante dos años, Camila había mantenido su casa funcionando como un reloj suizo.
Llegaba a las 6 de la mañana, se iba a las 6 de la tarde.
Preparaba sus comidas favoritas sin que él se lo pidiera.
Sabía exactamente cómo planchaba las camisas.
Mantenía las plantas vivas en un departamento donde antes todo moría y él no sabía nada de su vida real.
Las empleadas domésticas tienen derecho a permiso de maternidad.
dijo lentamente, recordando vagamente algún artículo que había leído.
Camila soltó una risa amarga sin humor.
Permiso, señor.
Yo trabajo por días.
No tengo contrato formal.
No tengo seguro.