ve a sus amiguitos con tíos, primos, abuelos y se pone triste porque somos solo nosotros tres. Creo que sería lo más bonito del mundo para él. Rubens se levantó decidido. Entonces, eso vamos a hacer. Mañana por la mañana los tres vamos a Tlaquepque. Es hora de que nuestra familia se reúna otra vez.
Pero lo que no sabían era que Lourdes había llegado a la casa hacía unos minutos y había escuchado toda la conversación a través de la puerta entreabierta y no estaba nada dispuesta a perder su vida cómoda sin pelear. El sábado amaneció con cielo despejado y ese fresquito chido típico de finales de septiembre en Jalisco.
Rubens despertó temprano, se dio un regaderazo largo y por primera vez en meses sintió una ansiedad buena, de esas que vienen antes de momentos importantes en la vida. Lourdes había pasado la noche encerrada en el cuarto de visitas, negándose a hablar con él. De hecho, desde que encontraron la carta, apenas le había dirigido la palabra a nadie en la casa.
Rubens sabía que les esperaba una plática difícil, pero decidió que primero necesitaba resolver lo más importante, reencontrarse con su hermano. “Papi, ¿estás nervioso?”, preguntó Diego mientras Paola lo ayudaba a acomodarse en el asiento trasero del coche. El niño estaba visiblemente emocionado. Era raro que saliera de casa para algo que no fuera el doctor o la escuela.
Un poquito, hijo. Hace mucho tiempo que no veo a tu tío Mateo. Yo era apenas un poco mayor que tú cuando nos separamos. Le voy a caer bien aunque sea así. Diego señaló sus piernas. Rubens sintió un nudo en el corazón. Diego, tú eres perfecto como eres y estoy seguro de que tu tío Mateo te va a querer justo como mereces que te quieran.
El viaje a Tlaquepaque tomó 40 minutos en el tráfico mañanero del sábado. Mientras se acercaban a la dirección, Ruben sentía la boca seca y las manos sudando en el volante. Paola, en el asiento del copiloto, miraba como el paisaje cambiaba de las avenidas anchas de Guadalajara a las calles más angostas y tradicionales de la ciudad vecina.
La calle Independencia era una calle tranquila, con casitas pequeñas y bien cuidadas. algunas con jardincitos frontales llenos de flores típicas de la región. El número 47 era una casa sencilla pintada de azul claro, con una cerca de madera blanca y un portón siempre abierto. Es aquí, dijo Rubens estacionando frente a la casa. A través de la ventana abierta podían escuchar una música de mariachi sonando suavecito y a alguien silvando junto con la melodía.
En el jardincito frontal, un hombre de estatura media estaba regando unas violetas con un regador amarillo. Era Mateo. Aunque habían pasado más de 20 años, Rubens lo reconoció al instante. Su hermano menor seguía teniendo el mismo modo tranquilo de moverse, la misma concentración cuidadosa al hacer tareas simples. Estaba un poco más llenito, con canas en las cienes, pero sus ojos seguían siendo los mismos, dulces y observadores.
“Dios mío”, susurró Rubens. Mateo debió sentir que lo estaban observando porque levantó la mirada. Cuando sus ojos se encontraron con los de Rubens a través del parabrisas, el regador se le resbaló de las manos. Los dos hermanos se miraron por unos segundos que parecieron eternos. Entonces Mateo sonrió con esa sonrisa amplia y genuina que Rubens recordaba de la infancia y empezó a caminar hacia el coche. Rubens bajó del carro con las piernas temblando.
Cuando Mateo llegó hasta él, ninguno de los dos sabía qué decir. “Hola, hermano”, dijo Mateo al fin con una voz un poco ronca por la emoción. Mateo, yo lo siento mucho. Lo siento por todos estos años. Sé que lo sientes, Rubens. Siempre lo supe. Éramos niños también. Los dos se abrazaron ahí en la banqueta mientras Paola bajaba para ayudar a Diego a salir del coche.
Cuando Mateo vio al niño en la silla de ruedas, sus ojos se llenaron de lágrimas. Este es mi hijo, Diego dijo Rubens, todavía con la voz quebrada. Mateo se agachó hasta quedar a la altura de los ojos del niño. Hola, Diego. Soy tu tío Mateo. He esperado mucho tiempo para conocerte. Hola, tío.