Con la adopción legalmente finalizada, el apellido Monteiro fue añadido a sus nombres. Eran, a ojos del mundo, y más importante aún, a sus propios ojos, una verdadera familia. Fue entonces cuando Arthur decidió que era hora de darle un nuevo significado a su imperio. Convocó a Renato y Elena a la biblioteca en lugar de su renacimiento. “La Fundación Elena ya no puede ser un plan para después de mi muerte”, anunció los ojos brillando con una nueva visión. Será el trabajo de mi vida, de la nuestra vida.
rasgó el antiguo plan de negocios de la fundación. No quiero construir albergues. Los albergues son depósitos de niños. Quiero construir hogares. Hogares de verdad. Su visión era revolucionaria. En lugar de grandes instituciones, la fundación construiría una red de casas hogar Elena, casas normales en barrios normales, cada una albergando a un máximo de ocho niños y a una pareja de cuidadores residentes, que serían como los padres de esa casa. Cada hogar contaría con apoyo psicológico, refuerzo escolar, por encima de todo un ambiente de afecto y estabilidad.
La gente no necesita caridad, decía Artur. Necesita dignidad, necesita un lugar al que pertenecer. E hizo de sus hijas cofundadoras de ese proyecto. Participaban en las reuniones, daban sus opiniones y eran justamente esas opiniones las que más importaban. Cuando se discutía el diseño de la primera casa hogar, Arthur preguntó, “¿Qué hace que una casa se sienta como un hogar para ustedes?” Las respuestas fueron simples, pero derrumbaron todos los planos arquitectónicos que él tenía en mente. “Una puerta que se pueda cerrar desde dentro para sentirnos seguras”, dijo Sofía.
“Una ventana bien grande en la sala para que entre mucha luz”, dijo Julia. Un jardín en la parte de atrás, aunque sea pequeño, para plantar un árbol, dijo Laura. Y una cobija bien suave para cada cama, su surrovbia, seguridad, luz, vida, comodidad. Esos se convirtieron en los pilares arquitectónicos y emocionales de la Fundación Elena. Mientras la nueva vida de Arthur y su familia florecía, la de Víctor Monteiro se desmoronaba. La humillante derrota en los tribunales fue solo el comienzo.
Las investigaciones por intento de fraude y acusaciones falsas lo dejaron legalmente expuesto. Socios se alejaron, bancos exigieron deudas y su castillo de naipes, construido sobre la especulación y las apariencias se vino abajo. Perdió el apartamento, el coche, el estatus. Aquel hombre que se burlaba de las pobrecitas mendigas ahora se veía al borde de la miseria que tanto había despreciado. Un día, meses después, apareció en las puertas de la mansión. Estaba más delgado, mal vestido, y su mirada arrogante había sido reemplazada por una de desesperación.
Pidió hablar con Arthur. Arthur lo recibió no en la biblioteca, sino en la cocina donde tomaba café. Víctor, humillado, pidió ayuda, un préstamo, un empleo, lo que fuera. Artur lo escuchó en silencio. La rabia, el odio, todo se había disipado, dando lugar a una profunda y triste compasión. No voy a darte dinero, Víctor, dijo con calma. Solo financiaría los mismos errores que te trajeron hasta aquí. se levantó, abrió un cajón y sacó una tarjeta.