Santiago crecía no solo físicamente, sino emocionalmente. Se volvió más seguro, abierto y entendió que merecía ser amado. Cada mañana se levantaba temprano, ayudaba a poner la mesa, preparaba café para Valeria y leía antes de ir a la escuela. Esa disciplina no era obligada, sino un reflejo de su gratitud. Sabía que no todos los niños tienen una segunda oportunidad y no quería desaprovecharla.
Una noche, cuando Valeria estaba agotada por el trabajo, Santiago entró con un vaso de leche caliente. Mamá, si estás cansada, toma esto. Te quitará el dolor de cabeza. Valeria miró el vaso. ¿De dónde aprendiste a dar leche para el dolor? Mi mamá lo hacía. Si tenía fiebre, me daba leche y aceite de eucalipto. Las lágrimas de Valeria casi se derramaron, pero las contuvo. Lo abrazó.
Ese abrazo fue diferente, cálido, como el de una madre que encuentra una parte perdida de su corazón. La lluvia caía suavemente afuera. Los goterones danzaban en los ventanales, creando un ritmo tranquilo. En la habitación, Santiago estaba sentado en una alfombra gruesa dibujando en su cuaderno.
Los lápices de colores nuevos de la escuela estaban esparcidos. No era su dibujo lo que destacaba, sino su concentración llena de corazón. Valeria lo observaba desde el sofá con una taza de té caliente. Sentía una paz que no había conocido desde que Raúl se fue.
Santiago dibujó a dos personas, una mujer de cabello largo y un niño sonriendo. Arriba escribió, “Mamá y Santiago.” “¿Puedo ver?”, preguntó Valeria. Santiago cerró el cuaderno avergonzado. “Es feo, mamá. ¿Es feo para quién? Es increíble.” se sentó junto a él, abrió el cuaderno y vio el dibujo sencillo pero lleno de significado. “Raúl también dibujaba de pequeño”, dijo Valeria.
Santiago la miró rara vez mencionaba ese nombre. “Una vez dibujó que yo volaba en un dragón para ir a las nubes y estaba triste. Yo te dibujé en una bicicleta porque dices que nunca haces ejercicio.” Valeria soltó una risa suave. Qué atrevido. Sus risas llenaron el silencio de la tarde lluviosa. Santiago, dijo Valeria suavemente. Sí, mamá.
Valeria respiró hondo tomando su mano. Cuando encontraste la bolsa, ahí estaba la foto de Raúl. La única que siempre llevo. Desde que murió no podía ver al Bumes, ni a otros niños ni sonreír a bebés. Lo cerré todo. Santiago escuchaba sus ojos brillando.
Pensé que estaba muerta por dentro, pero cuando llegaste para devolver la bolsa, sentí que Raúl me mostraba el camino. Él te envió a mí. Santiago no pudo hablar, solo apretó la mano de Valeria. Tú sanaste mi herida más profunda, la de ser una madre que falló. Pensé que no merecía hacerlo otra vez, pero tú me diste esa oportunidad. Santiago la abrazó.
Un abrazo lleno, sin dudas, como si no hicieran falta palabras ni explicaciones. Sabían que se entendían. Semanas después, Santiago se abrió más. En la escuela sus notas mejoraron. Sacaba las mejores calificaciones en matemáticas. Su español impresionaba a los maestros y sus escritos, llenos de honestidad tocaban corazones. Un día llegó un correo a la escuela. Era breve, pero impactante.