“¿Dónde vives?” Santiago bajó la mirada. Sus labios temblaron. “No tengo casa.” Valeria sintió un dolor agudo. “¿Y tus padres?” Mi mamá murió de COVID la semana pasada. No sé quién es mi papá. Los empleados presentes se sintieron oprimidos. Laura giró para ocultar sus lágrimas.
Nadie esperaba que un niño tan pequeño viviera solo en un mundo tan duro y aún eligiera ser honesto. ¿Por qué no tomaste el dinero?, preguntó Valeria. Santiago respondió sin dudar. Mi mamá me decía que si lo pierdes todo, nunca dejaras de ser honesto. Esas palabras resonaron en Valeria como un trueno. Miró a Santiago fijamente. Ese niño no solo salvó sus documentos y la foto de su hijo.
Salvó algo que ella había enterrado, la fe en que la bondad aún existía. Tras unos minutos que parecieron eternos, Valeria dijo con firmeza, “Ven conmigo.” Santiago dudó. “¿A dónde, señora?” “A casa.” ¿Vienes a casa conmigo? Laura, sorprendida, dio un paso. Señora, ¿quiere decir? Sí. Prepara la habitación de huéspedes y llama al doctor. Este niño necesita revisión ahora. Santiago no entendía.
Hace una hora estaba en la banqueta, tratado como basura. Ahora lo invitaban a casa de alguien cuyo nombre hacía temblar a los ejecutivos. Bajaron al estacionamiento. El chóer abrió la puerta dudando al ver al niño con ropa rota y llena de lodo. Pero la mirada de Valeria silenció cualquier objeción. En el auto nadie habló. Valeria miraba a Santiago de reojo.
El niño dormía apoyado en la ventana, aún abrazando la bolsa como si fuera su escudo contra el mundo. Al llegar, una reja alta se abrió automáticamente. Un patio con fuente lo recibió. La casa de dos pisos era majestuosa y silenciosa. Los sirvientes, sorprendidos, obedecieron cuando Valeria ordenó preparar una habitación y agua caliente.
Santiago fue bañado, vestido con ropa casi de su talla y revisado por un médico familiar. No tenía enfermedades graves, solo agotamiento, desnutrición y heridas en los pies por caminar tanto. Luego lo sentaron en el comedor. Frente a él, por primera vez tenía un plato de arroz caliente, pollo frito y un vaso de leche.
Santiago estaba atónito, mirando la comida fijamente. Sus manos temblaron al tomar la cuchara como si temiera que todo fuera un sueño. Santiago dijo Valeria suavemente desde el otro lado de la mesa. Come, esta es tu casa ahora. Santiago la miró con los ojos llorosos. De verdad puedo estar aquí. No solo puedes. Quiero que te quedes. Santiago no respondió, solo lloró.
Un llanto que había contenido porque no tenía donde soltarlo. Ahora, en un lugar extraño pero cálido, se sintió seguro para dejarlo salir. Esa noche, por primera vez en días, durmió en una cama con almohada y cobijas, con el aire cálido del aircondicionador envolviéndolo. Durmió aferrando la esquina de la sábana como si sostuviera una promesa de no volver a la calle.
Mientras Valeria estaba en su estudio con la bolsa Gucci limpia frente a ella, sacó la billetera, abrió un compartimento y extrajo la foto de Raúl. La miró un largo rato. No he terminado de ser madre, Raúl, susurró. Tú te fuiste, pero quizás Dios envió a alguien para salvarme. Miró hacia la habitación de Santiago. En el silencio nació algo nuevo. No un sonido, no un movimiento, sino un sentimiento, amor.
La mañana, en la casa majestuosa aparecía un sueño. La luz del sol atravesaba los ventanales, iluminando el mármol blanco y los sofás impecables. En la cocina, el sonido de la tostadora y la cafetera llenaba el aire. El aroma a mantequilla y leche fresca envolvía todo. Santiago abrió los ojos lentamente.