Un llanto que había contenido porque no tenía donde soltarlo. Ahora, en un lugar extraño pero cálido, se sintió seguro para dejarlo salir. Esa noche, por primera vez en días, durmió en una cama con almohada y cobijas, con el aire cálido del aircondicionador envolviéndolo. Durmió aferrando la esquina de la sábana como si sostuviera una promesa de no volver a la calle.
Mientras Valeria estaba en su estudio con la bolsa Gucci limpia frente a ella, sacó la billetera, abrió un compartimento y extrajo la foto de Raúl. La miró un largo rato. No he terminado de ser madre, Raúl, susurró. Tú te fuiste, pero quizás Dios envió a alguien para salvarme. Miró hacia la habitación de Santiago. En el silencio nació algo nuevo. No un sonido, no un movimiento, sino un sentimiento, amor.
La mañana, en la casa majestuosa aparecía un sueño. La luz del sol atravesaba los ventanales, iluminando el mármol blanco y los sofás impecables. En la cocina, el sonido de la tostadora y la cafetera llenaba el aire. El aroma a mantequilla y leche fresca envolvía todo. Santiago abrió los ojos lentamente.
No era una lona rota ni un suelo frío. Estaba en una cama de verdad, abrigado, sin temblar, pero una sensación extraña persistía en su pecho. Se sentó con cuidado, temiendo molestar. Caminó despacio fuera de la habitación, observando a su alrededor. La casa era demasiado grande, las paredes blancas, todo en orden, intacto. No solo era lujosa, era solitaria.
Al final del pasillo, una empleada lo vio y sonrió. ¿Quieres desayunar, pequeño? La señora Valeria te espera en el comedor. Santiago asintió. siguió a la empleada hasta una mesa larga, más adecuada para juntas que para comidas familiares. Al fondo, Valeria, con el cabello recogido y una camisa blanca, leía el periódico con una taza de café.
Al verlo, cerró el diario. “Buenos días”, dijo brevemente. “Buenos días, señora”, respondió Santiago en voz baja. “¿Dormiste bien?” “Sí, gracias. De ahora en adelante puedes comer aquí, dormir en esa habitación. Si necesitas algo, díselo a María o a mí directamente. Santiago se sentó frente a él un plato con arroz, huevo revuelto y jugo de naranja.
Comió despacio, pero en su interior aún sentía que era un invitado que podían echar en cualquier momento. Tras el desayuno, Valeria lo llevó al salón. ¿Sabes leer y escribir? Sí, un poco. Valeria hizo una pausa. Si quieres, puedo inscribirte en una buena escuela, pero debes estudiar en serio. Santiago la miró.
Si quiero, señora. Bien, pero hay una condición. Debes creer que mereces una vida mejor. Santiago no respondió, pero una pequeña chispa de determinación creció en su interior. Pasaron los días y Santiago comenzó a adaptarse. Aprendió a usar jabón líquido, cubiertos y hablar con respeto a los adultos. Aunque su cuerpo se acostumbraba, su corazón no.
A menudo se paraba frente a la ventana mirando la calle, extrañando el ruido, los pasos apresurados y el bullicio del mercado que antes era su hogar. Valeria lo notaba, pero no lo presionaba. Lo observaba en silencio. Una tarde lo llevó a caminar por el jardín trasero. El viento suave y el canto de los pájaros eran el fondo. Se sentaron en una banca de madera.
Santiago miró el césped y sin que se lo pidieran, comenzó a contar. Vivía con mi mamá detrás del mercado. Nuestra casa era de madera, pero ella decía que una casa pequeña no importaba mientras estuviéramos juntos. Valeria escuchaba en silencio. Cuando se enfermó, pedí ayuda a los vecinos, pero nadie quiso. Cuando murió, no pude abrazarla.