Tras varios metros recorridos, en la primera curva el bolso cayó rodando el pavimento y nadie lo notó. La bolsa de color piel, de corte elegante y metal brillante, yacía tirada en el suelo. Su valor equivalía a un departamento pequeño en las afueras. Nadie sabía que contenía documentos que podían salvar o destruir la reputación de una millonaria. Tras unos minutos, un niño flaco con ropa raída y cabello sucio se acercaba a ella sin saberlo.
Su nombre era Santiago. Tenía apenas 10 años, pero su rostro cargaba con el peso de un hombre adulto golpeado por la vida. caminaba lentamente, no por cansancio, sino porque no había comido nada desde el mediodía anterior. No pudo recolectar botellas esa mañana, solo encontró dos botellas pequeñas, insuficientes para comprar un pedazo de pan. Santiago vivía solo.
Su madre, la única persona que tenía en el mundo, había muerto tres noches atrás por causa del COVID. Siendo muy pobres, Santiago vio a su madre temblar, calmarse y luego enfriarse sin poder abrazarla. Desde esa noche dormía solo bajo una lona rota detrás del mercado, sin funeral, sin abrazos de familiares. Acompañó a lo lejos el cuerpo de su madre por la calle hasta el cementerio.
Desde entonces, Santiago caminaba sin rumbo, buscando algo, quizás comida o esperanza, pero de repente sus ojos captaron algo inusual. Vio algo brillar en el suelo, cubierto de polvo fino, pero claramente caro. Se acercó con cautela. Mirando a ambos lados como un ladrón temeroso de ser atrapado. Sus manos temblaron al tocar la piel suave de la bolsa.
Era distinta a las que veía en el mercado. Abrió un pequeño cierre y se quedó inmóvil. Dentro había mucho dinero, billetes de 1,000 pesos perfectamente doblados, también una billetera de piel, tarjetas y un documento con el sello de una gran empresa. No entendía su contenido, pero sabía que no era cualquier cosa.
El corazón de Santiago latía con fuerza. Había sobrevivido mendigando, recolectando sobras y durmiendo sobre periódicos. Ahora tenía en sus manos suficiente dinero para vivir meses, tal vez más. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se sentó en la banqueta abrazando la bolsa con la cabeza gacha. En su mente resonaba una frase, la última de su madre. Nunca olvides quién eres y lo que enseñé.
Santiago no sabía que era una bolsa Gucci. No sabía su precio ni cómo pronunciar la marca, pero sabía que no le pertenecía y si no era suya, debía devolverla, aunque su estómago estuviera vacío y no tuviera nada. Al otro lado de la calle, unos hombres en un puesto de comida lo observaban. Uno se acercó. “Oye, pequeño, ¿qué encontraste?”, preguntó con voz grave.
Santiago apretó la bolsa contra su pecho. Nada, señor, solo una bolsa de plástico. Mientes eso es caro. Dámelo. Santiago corrió con todas sus fuerzas, sus pies descalzos, pero no se detuvo. Corrió por el mercado, callejones estrechos y por un terreno polvoriento, hasta estar seguro de que nadie lo seguía jadeando. Seguía abrazando la bolsa como si fuera el último recuerdo de su madre.
En otra parte de la ciudad, Valeria se dio cuenta de su pérdida. Al bajar del auto, buscó la bolsa para tomar unos documentos y no la encontró. Miró a su alrededor y preguntó al chóer, “¿Dónde está mi bolsa?” El chóer, confundido, respondió, “¿La traía usted, señora?” Valeria palideció. Recordó haberla dejado en el techo del auto. Ahora estaba perdida.
Los organizadores del evento preguntaban por ella. Los inversionistas esperaban, pero Valeria no podía pensar con claridad. No era solo una bolsa. Contenía documentos confidenciales de una fusión, certificados digitales de la empresa, su pasaporte e identificaciones. La información valía más que la propia bolsa.