Nunca imaginé que una cena familiar de Navidad pudiera convertirse en la peor noche de mi vida. Yo había pasado la mañana preparando el cordero, colocando las luces y asegurándome de que la casa estuviera impecable para recibir a la familia de mi marido. Él estaba de viaje de negocios en Argentina y me había pedido “por favor, intenta llevarte bien con mis padres esta vez”. Yo lo había prometido. Y lo intenté… hasta que todo estalló.
La conversación empezó como siempre: mi suegra criticando mi manera de cocinar, mi suegro quejándose de que las copas no hacían juego, y mi cuñado, Sergio, presumiendo de un proyecto que no tenía pies ni cabeza: quería comprarse una casa de 200.000 euros, pero no tenía trabajo estable ni ahorros. Lo mismo de siempre. Lo mismo que él esperaba que yo solucionara.
Sergio levantó su copa y sonrió de forma incómodamente confiada.
—Bueno, cuñada —dijo, dándose palmadas en las piernas—. ¿Entonces qué? ¿Puedo contar con tus ahorros? Sólo sería un préstamo.
Solté el tenedor.
—Sergio, ya lo hablamos. No voy a financiar algo que no puedes mantener.