Mientras incineraban a su esposa embarazada, el marido abrió el ataúd para verla por última vez y notó que su vientre se movía. Detuvo el proceso de inmediato. Cuando llegaron los médicos y la policía, lo que descubrieron los dejó a todos en estado de shock…
El ambiente en el crematorio estaba cargado de dolor. Mark Lewis permanecía inmóvil, con las manos temblorosas aferradas al borde del ataúd. Dentro yacía su esposa, Emily, su rostro pálido congelado en una quietud eterna. Tenía siete meses de embarazo cuando ocurrió la tragedia: un repentino accidente automovilístico en la carretera mojada que le arrebató la vida al instante. O eso creían todos.
Mientras el personal preparaba la cámara, Mark vaciló. Algo dentro de él todavía se negaba a dejarla ir. «Solo necesito verla una última vez», murmuró con la voz ronca, quebrada por la emoción. Cuando la tapa se abrió con un crujido, una ola de desesperación lo inundó, hasta que la vio.
Su vientre se movió.
Al principio, pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, que el dolor le estaba jugando una mala pasada cruelmente. Pero volvió a suceder, esta vez con mayor claridad: un leve movimiento rítmico proveniente de su vientre. Jadeó en busca de aire. «¡Alto!», gritó. «¡Alto a todo!».
Los presentes se quedaron paralizados. Reinaba la confusión, pero Mark no esperó: metió la mano en el ataúd, sacudió el hombro de Emily y la llamó. Ella no respondió, pero los movimientos en su vientre persistieron. En cuestión de minutos, llegaron médicos del hospital cercano y la policía para controlar la caótica situación.
La sala vibraba de incredulidad. ¿Eran espasmos musculares? ¿Gases de descomposición? ¿O era lo que Mark ni siquiera se había atrevido a esperar: que el bebé aún estuviera vivo?
Cuando el equipo médico comenzó el examen, la tensión era palpable. Confirmaron que Emily había fallecido, pero que en su interior, un pequeño corazón aún latía, frágil pero firme. Contra todo pronóstico, su hijo por nacer estaba vivo.
En medio de una actividad frenética, la llevaron de urgencia a la sala de emergencias para una cesárea. Mark los siguió, con el corazón palpitando con fuerza, dividido entre el dolor y una esperanza desesperada. Cada minuto parecía una eternidad mientras los cirujanos trabajaban sin descanso.