Margaret no se inmutó.
—Enseñándole disciplina a tu esposa. Ha sido demasiado mimada.
Los ojos de Emily ardían con lágrimas contenidas. Durante dos años había soportado en silencio las críticas de Margaret. Las comidas nunca tenían la sazón correcta. La ropa no estaba doblada como debía. Incluso su apariencia era blanco de ataques: “demasiado simple”, “poco refinada”. Y Ryan siempre respondía igual: Es dura, pero tiene buen corazón. Cambiará.
Pero esto… ¿Un balde de agua helada sobre la cabeza? Eso no era disciplina. Era crueldad.
Tiritando, Emily se puso de pie, con una voz más firme de lo que esperaba.
—Tiene razón —dijo, con la mirada fija en Margaret—. Nadie debería quedarse en la cama hasta el mediodía. Y nadie debería vivir en una casa donde no lo respetan.
La habitación quedó en silencio. Ryan se quedó congelado en la puerta, dividido entre su esposa y su madre. Por primera vez, la expresión de Margaret vaciló.
Años de tensión acumulada
La confrontación no surgió de la nada; llevaba años gestándose.
Cuando Emily se casó con Ryan, soñaba con un hogar cálido y una familia que la apoyara. En cambio, entró en un campo de batalla. Margaret, viuda que había criado sola a su hijo, veía cada acción de su nuera como una invasión. Desde el primer día dejó claro que no creía que Emily fuera “lo bastante buena” para su único hijo.
Emily intentó ganarse su aprobación. Cocinaba cenas elaboradas, mantenía la casa impecable y hasta hacía turnos extra para aportar dinero. Nada funcionaba. Margaret siempre encontraba un defecto:
—Demasiada sal.