—Solo te invitamos por lástima, así que no te quedes mucho tiempo y no estorbes.
Esas fueron las palabras exactas que mi nuera, Diana, me dijo en la puerta de su apartamento en Los Ángeles. Yo solo sonreí y me alejé en silencio. No grité. No lloré. No supliqué. Simplemente me fui.
Y ellos creyeron que habían ganado. Creyeron que yo era esa anciana tonta y sumisa que se tragaría el veneno con una sonrisa.
Pero dos semanas después, todo cambió.
Las notificaciones empezaron a llegar. Primero fue el banco. La financiación del condominio con el que contaban para mudarse había sido cancelada. Luego descubrieron que la cuenta conjunta donde yo depositaba dinero cada mes estaba en cero, completamente vacía. La tarjeta extra que Diana usaba para sus compras estaba bloqueada, y una carta del banco estaba en camino. Una carta que iba a destruir todos sus planes.
Pero déjenme contarles desde el principio, porque esta historia no empieza con mi venganza. Empieza con años de humillación silenciosa que nadie vio.
Mi nombre es Elellanena. Tengo 65 años. Soy viuda desde hace 10 años y madre de un solo hijo, Robert. Lo crié sola después de que su padre, Edward, muriera en un accidente de coche cuando el niño apenas tenía 8 años. Desde ese día, fuimos solo nosotros dos contra el mundo.
Trabajé turnos dobles, a veces triples, para que nunca le faltara nada. Cosía uniformes en una fábrica textil de 6:00 de la mañana a 2:00 de la tarde, y luego limpiaba oficinas hasta las 10 de la noche. Llegaba a casa con las manos hinchadas, los ojos rojos de fatiga, pero siempre tenía tiempo para ayudarlo con su tarea, para abrazarlo, para decirle que todo iba a estar bien.
Robert era un niño dulce. Me dibujaba tarjetas con crayones de colores. Me prometía que cuando fuera grande, me compraría una casa enorme donde nunca tendría que volver a trabajar. Me decía que siempre cuidaría de mí.
Y yo le creí con todo mi corazón. Le creí.
Lo vi crecer. Lo vi graduarse de la universidad con honores, conseguir un excelente trabajo en una empresa de tecnología, convertirse en un hombre independiente y exitoso, y me sentí tan orgullosa que a veces me dolía el pecho de la emoción. Pensé que todo ese sacrificio había valido la pena.