siempre impecable con sus trajes y su perfume francés, que costaba 2,400 el frasco. Ni siquiera me miraba al salir. Rodrigo se iba media hora después. A veces me daba un beso en la frente, a veces solo decía gracias, ma sin voltear a verme. Y yo me quedaba ahí recogiendo platos, lavando ropa, trapeando pisos que nunca parecían lo suficientemente limpios para Valeria, porque cada tarde cuando ella regresaba inspeccionaba. Pasaba el dedo por las repisas buscando polvo. Abría el refrigerador y fruncía el ceño si algo no estaba en su lugar exacto.
Revisaba los baños como si fuera inspectora de salud. Suegra, los espejos tienen manchas. Suegra, la ropa de Emiliano no quedó bien planchada. Suegra, ¿por qué usó tanto detergente? sale más caro. Nunca Beatriz, nunca doña Betty, como me decían mis amigas, solo suegra, como si fuera un cargo, no un nombre. Los niños me querían. Eso era real. Emiliano me abrazaba cuando llegaba de la escuela. Sofía se dormía en mis piernas mientras leía cuentos. Pero cada vez que Valeria nos veía juntos, su cara se endurecía.
Un día Sofía me dijo, “Abuelita, te quiero más que a mami frente a Valeria. Esa noche escuché gritos en su recámara. Tu madre está malcriando a mis hijos, Rodrigo. Les da todo lo que piden, los consiente, les llena la cabeza de tonterías. Es mi mamá, Valeria. Déjala en paz. tu mamá o la sirvienta que no paga renta. Silencio. Esperé que Rodrigo me defendiera, que dijera algo, cualquier cosa, pero no lo hizo. Y ahí supe que había cruzado una línea invisible.
Ya no era la suegra que ayudaba, era la carga que soportaban. Los meses pasaron y las humillaciones se volvieron más sutiles, pero más constantes. Valeria organizaba cenas familiares y olvidaba avisarme hasta último momento. Llegaban sus amigas y me presentaba como la mamá de Rodrigo que nos ayuda con la casa. Nunca como parte de la familia. Dejaron de incluirme en las fotos. En Navidad, cuando hicieron la foto familiar frente al arbolito, Valeria me pidió que la tomara. Usted tiene mejor pulso, suegrita.
Me quedé detrás de la cámara mientras ellos sonreían como postal navideña. Esa foto terminó enmarcada en la sala. Yo no aparezco en ninguna parte de esta casa. Es como si fuera un fantasma. Y lo peor es que empecé a sentirme así, invisible, prescindible, como si mi único valor fuera mantener la casa funcionando mientras ellos vivían sus vidas perfectas. Pero todo eso, toda esa humillación acumulada durante 3 años no era nada comparado con lo que pasaría esa noche de marzo, la noche en que recibí ese mensaje sobre las obras del refrigerador, porque esa noche algo dentro de mí despertó y ya no había vuelta atrás.
Todo comenzó esa mañana de jueves, cuando Valeria bajó las escaleras prácticamente flotando. Traía puesto su traje gris perla. ese que reservaba para las reuntas importantes y una sonrisa que le iluminaba toda la cara. “Lo logré”, gritó mientras Rodrigo bajaba detrás de ella anudándose la corbata. “¿Qué pasó, mami?”, preguntó Sofía desde la mesa con la boca llena de hotcakes. Me ascendieron, mi amor. Tu mami es la nueva gerente regional de operaciones, la más joven en toda la historia de la empresa.
Rodrigo la abrazó y la levantó del suelo. Sabía que lo lograrías. Sabía que ese puesto era tuyo. Yo estaba junto a la estufa volteando los hotcakes. Felicidades, Valeria, dije con sinceridad. Porque por más que las cosas estuvieran tensas, yo no le deseaba el mal a nadie. Ella apenas volteó a verme. Gracias, suegra. y siguió abrazada a Rodrigo. “Tenemos que celebrar”, dijo mi hijo, “En grande, como se merece mi esposa. Vamos al Miraflores”, sugirió Valeria con los ojos brillando.