Victor lo apartó con frialdad:
—¡Busca a tus parientes! ¡No te me pegues, niño!
Se dio la vuelta y se dirigió al café. Detrás de él, los sollozos se hicieron más fuertes:
—¡Esta vez digo la verdad! ¡Mi mamá está ahí!
Algunas risitas burlonas se escucharon en la multitud. Victor empujó la puerta del café, pero antes de entrar miró hacia atrás. El niño se dejó caer al suelo, abrazando el osito, los hombros pequeños sacudidos por el llanto. Levantó la cabeza y lo miró.
Aquella mirada no era un simple berrinche: era la mirada de alguien a punto de perder toda esperanza. Victor se estremeció y forzó su cuerpo a girar.
En el café, sentado, su mano temblaba sobre la taza. En su mente resonaban las palabras: “¡Mi mamá está ahí!” Un grito que se clavó como astilla.
Esa noche, en su mansión, el eco de los pasos en los pasillos lo perseguía. Bebió whisky, pero al cerrar los ojos, veía el rostro del niño: las lágrimas, los ojos suplicantes.
Al dormitar, soñó con sí mismo cuando tenía ocho años, levantando la mano en busca de ayuda, y los adultos pasando de largo. Esa imagen se fundió con el rostro del niño.
Victor despertó sobresaltado, empapado en sudor. “Esos ojos… no puedo ignorarlos”, murmuró. Algo dentro de él, enterrado por años, comenzaba a resquebrajarse: compasión, dolor olvidado, abandono.
Al amanecer, Victor salió en su Mercedes. Debería haber estado camino a una reunión millonaria, pero en cambio, sus pensamientos lo llevaban de regreso a aquella calle, al contenedor, al niño… y al misterio que pronto estremecería a toda la ciudad.