Entré de nuevo en la casa porque había olvidado mis gafas de lectura en la mesa del comedor. A mis 70 años, esos momentos de olvido se habían vuelto más frecuentes de lo que me gustaría admitir.
Abrí la puerta principal con cuidado, sin hacer ruido. Y fue entonces cuando escuché a mi hijo, Robert, hablando por teléfono en la sala. Su tono era diferente. Había algo en esa risa que me heló la sangre. Me quedé paralizada en el pasillo cuando lo oí decir, con una risita maliciosa y desgarradora: —Solo puedo imaginar su cara cuando vea la cuenta vacía. Cariño, está hecho. Transferí todo el dinero a tu cuenta, tal como planeamos.
Sentí que el suelo se movía bajo mis pies. Mi propio hijo, mi único hijo, estaba hablando de mí como si fuera una extraña, como si fuera su víctima. Me apoyé contra la pared del pasillo, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. Robert continuó hablando con una voz que yo nunca había conocido, fría y calculadora. —No te preocupes, Sarah. Ella nunca sospechó nada. Confía demasiado en mí. Siempre ha sido así. Demasiado ingenua para su propio bien.
Cada palabra era como una puñalada directa al corazón. Reconocí el nombre: Sarah, su esposa, la mujer que había entrado en nuestras vidas hacía apenas dos años con esa sonrisa perfecta y esas palabras dulces que ahora entendía que eran completamente falsas. Mis piernas temblaban, pero me obligué a quedarme quieta, a seguir escuchando, aunque cada palabra me destrozara por dentro. —280.000 dólares, mi amor —continuó Robert con ese tono triunfal que me revolvió el estómago—. Eso es todo lo que tenía en esa cuenta principal. Es nuestro ahora. Podemos comprar esa casa en la playa que tanto querías. El coche nuevo. Todo.
Doscientos ochenta mil dólares. El dinero que mi esposo y yo habíamos ahorrado durante cuarenta años de arduo trabajo. El dinero de la venta de la farmacia que construimos desde cero. El dinero que representaba mi seguridad, mi tranquilidad, mi futuro. Y mi propio hijo acababa de robármelo como si fuera la cosa más natural del mundo.
Apreté los ojos con fuerza, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con derramarse. Mi mente voló al pasado, a esos días en que mi vida era completamente diferente.
Hace cinco años, cuando mi esposo Arthur falleció de un ataque al corazón repentino, pensé que nunca me recuperaría de ese dolor. Habíamos construido una vida hermosa juntos. La farmacia que abrimos cuando apenas teníamos veinticinco años se convirtió en nuestro orgullo. Trabajamos codo a codo durante décadas. Robert era nuestro único hijo. Lo criamos con amor, pero también con valores… o eso pensaba yo. Cuando Arthur murió, Robert estuvo a mi lado en el funeral. Fue él quien sugirió vender la farmacia. —Mamá, ya has trabajado suficiente. Mereces descansar, disfrutar de la vida —me decía con esa voz cariñosa que ahora sabía que era pura manipulación.