Me llamo Elellanena Johnson. Tengo 55 años y hubo una noche que me partió la vida en dos. Fue la noche en que aprendí que una madre puede dedicar treinta años a criar a un hijo… y aun así perderlo en medio minuto.
Todo empezó con una llamada de mi hijo, Robert. Su voz sonaba extrañamente fría, pero dejé pasar esa sensación cuando mencionó el sexto cumpleaños de mi nieto Ethan. Yo vivía en Dallas y él en Miami, pero Ethan era de mi sangre. Por supuesto que iba.
Antes de irme, empaqué cuidadosamente una foto enmarcada de Robert a los seis años —los mismos ojos grandes y la misma sonrisa juguetona que Ethan tiene hoy— y un álbum de fotos que me llevó meses armar. Me imaginé entregándoselo yo misma, mostrándole de dónde venía.
El viaje en autobús duró doce largas horas. Durante doce horas imaginé a Ethan corriendo a mis brazos y la sorpresa en la cara de Robert al verme en la puerta de su casa.
Llegué a Miami sobre las siete de la tarde. La casa estaba decorada con globos azules y plateados. Las risas de los niños se filtraban por las ventanas. El corazón me latía con fuerza al tocar el timbre.
Robert abrió la puerta. No sonrió.
“Mamá… ¿qué haces aquí?”
Las palabras me traspasaron. Forcé una pequeña sonrisa.
“Vine para el cumpleaños de Ethan”.
Antes de que pudiera decir más, apareció mi nuera Holly, con un fuerte taconeo. Se cruzó de brazos, con el disgusto reflejado en su rostro.
“Robert, ¿de verdad invitaste a tu madre?”